Por María Emilia Molina de la Puente*

La promesa de un nuevo Poder Judicial Federal (PJF) llegó envuelta en discursos de “democratización” y “cambio histórico”, pero en los hechos ha significado retrocesos para quienes más necesitan justicia. No solo se violentaron las garantías de independencia judicial y se destruyeron carreras de mujeres que habían roto techos de cristal, desconociendo su mérito. Las designaciones recientes en los órganos administrativos del PJF y la ausencia de políticas reales de paridad de género muestran que los avances logrados tras años de lucha feminista y judicial están siendo ignorados. La paridad, que debería ser un principio rector para garantizar diversidad, voces femeninas y experiencia en la toma de decisiones, quedó reducida a un eslogan vacío.
Mientras en el pasado se construyeron con esfuerzo concursos de oposición y políticas internas para abrir espacios a mujeres en juzgados y tribunales, hoy la realidad es que la distribución de cargos clave se ha hecho sin perspectiva de género y, en muchos casos, sin reconocer mérito ni trayectoria. Los altos puestos administrativos en los últimos años del extinto Consejo de la Judicatura Federal habían sido conquistados por mujeres, llegando a porcentajes significativos dentro de la institución; hoy son ocupados exclusivamente por hombres. Esto no solo perpetúa desigualdades históricas; además debilita la posibilidad de que las políticas judiciales integren la mirada que requieren los casos de violencia de género, feminicidios, derechos de la niñez y acceso a la justicia para las víctimas, así como las condiciones laborales de las trabajadoras del propio PJF.
A este retroceso se suma la propuesta de reforma a la Ley de Amparo, que restringe el alcance de la figura del interés legítimo y complica el cumplimiento de sentencias de amparo. Las personas y comunidades históricamente marginadas —mujeres, niñas, personas indígenas, personas migrantes, víctimas de violencia o de despojo ambiental— serán quienes más sufran las consecuencias: menos puertas abiertas para impugnar actos de autoridad y menos eficacia para garantizar la protección de sus derechos.
Como si no bastara, el nuevo modelo de elección popular trajo consigo a personas juzgadoras sin la preparación técnica, el compromiso ético ni la experiencia mínima necesaria para impartir justicia. La toga, que representa la dignidad, la imparcialidad y el respeto al derecho, se está banalizando: vemos actuaciones improvisadas en audiencias, acuerdos que carecen de motivación y comportamientos en redes sociales que minan la credibilidad de los tribunales.
Estas tres piezas —la ausencia de políticas efectivas de paridad, las restricciones al amparo y la falta de preparación de quienes hoy deciden sobre libertades y derechos— conforman un escenario de alto riesgo para los derechos humanos. Lo que se pierde no son solo procedimientos: se ponen en juego la vida de las mujeres víctimas de violencia, el acceso a la reparación para comunidades desplazadas, la protección ambiental, el derecho a la salud y el debido proceso para personas acusadas.
Los avances logrados en materia de género no fueron concesiones, sino conquistas obtenidas con décadas de lucha social, sentencias progresistas y trabajo institucional. Hoy, esos avances están en peligro porque las políticas y las leyes se están reescribiendo sin perspectiva de género y con una peligrosa indiferencia a los estándares internacionales de derechos humanos.
No podemos permitir que la justicia retroceda al punto en que la toga sea solo un accesorio de poder y no un símbolo de imparcialidad y respeto. La sociedad debe exigir que cada nombramiento y cada actuación —desde los órganos administrativos hasta la última audiencia— respete el principio de paridad, los derechos humanos y el honor de la toga.
El verdadero cambio no es llenar plazas con rostros nuevos ni restringir derechos bajo discursos de austeridad o supuesta democratización; es garantizar que quienes juzgan lo hagan con mérito, perspectiva de género y respeto a la dignidad de todas las personas. Sin esto, lo que llamamos reforma solo profundizará las desigualdades y hará más lejana la justicia para quienes más la necesitan.
*María Emilia Molina de la Puente es Magistrada de Circuito
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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