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Por Farah Ayanegui

Cuando mis hijos eran pequeños, siendo gemelos, viví el primer año y medio de su vida con cansancio extremo. Pero las risas inesperadas, sus primeras palabras y la forma en que absorbían el mundo me daban esa energía extra que se necesita cuando cuidas a dos pequeños a la vez.

Descubrí durante una conversación con amigos que también tenían hijos pequeños, después de algún berrinche, que la paciencia que necesitamos con los hijos no es para ellos, sino para nosotros mismos.

Tuve que aprender que podía desconectarme mientras gritaban para esperar a que me hablaran en un tono tranquilo. Funcionó. Entendieron pronto que los gritos no los acercaban a lo que querían. Aprovechaba para dormir juntos, reír, disfrutar cada etapa sin perseguir la perfección como una manera de autocuidado.

Esa sabiduría ha ido moldeando mi maternidad hasta hoy, invitándome a soltar el perfeccionismo y buscar acompañamiento cuando lo necesito.

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