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Por Farah Ayanegui*

Yo no opero a corazón abierto, pero por años viví como si lo hiciera.

Durante la pandemia me entregué al trabajo como si mi vida dependiera de ello. Contestaba mensajes a cualquier hora, incluso durante la comida con mi familia o los fines de semana, solo para demostrar mi compromiso como líder. Creía que estaba “dando lo mejor por ellos”.

Viví con la sensación de que todo era urgente: mensajes, llamadas, pendientes, incluso las emociones de otros. Y lo más desgastante: sentía culpa si no respondía de inmediato, como si quedar mal con alguien fuera sinónimo de fallarme a mí misma.

Hasta que uno de mis hijos me confesó que a veces olvidaba cómo era mi voz o mi rostro, cuando trabajaba en la oficina, salvo por las fotos. Esa frase me atravesó como un rayo. Comprendí que la prisa que sentía era autoimpuesta: intentaba cumplir con todos, pero me estaba perdiendo a mí misma.

El cuerpo también lo estaba gritando: ansiedad, cansancio, salud descuidada, mente nublada. Fue entonces cuando un amigo me dijo algo que cambió mi perspectiva: “Su urgencia no es tu urgencia.”

Me recordó que los clientes siempre van a pedir cosas de último minuto, que para ellos será importante y esperarán que para ti también lo sea… y no debe ser así, porque olvidas lo más valioso: tú y tu familia. Para eso trabajamos, para crear momentos que queden en la memoria por lo agradables y no por la distancia o ausencia.

Descubrí con la terapia que esa prisa no era mía: era un reflejo de la expectativa de los demás, de la idea de que siempre debía estar disponible. Pero la urgencia de otros no significa que yo deba vivir en alerta constante. Entenderlo fue un límite mental y emocional que me ha ayudado a no operar a corazón abierto frente a una pantalla.

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