Por Farah Ayanegui
Hoy quiero contarte cómo aprendí a leer mis emociones, no desde la mente, sino desde esa sensación física que me hablaba en momentos de completo silencio. Porque, aunque me tardé en entenderlo, un día descubrí que mi cuerpo me lo decía antes que la mente.
Desde pequeña, sentía una voz interna que me hablaba con una certeza casi mágica. A veces me decía lo que estaba por suceder. Otras, me susurraba que algo no estaba bien. Esa voz rara vez se equivoca. Y, curiosamente, nunca era mental, sino física.
Empezó con señales pequeñas: un mareo, un dolor de garganta después de semanas intensas de trabajo, una gripa que llegaba justo cuando terminaba un gran proyecto. Al principio lo atribuía al cansancio. Pero no era solo eso.
Mi cuerpo estaba intentando decirme algo que mi mente no quería escuchar: que estaba rebasada, desconectada, exigiéndome demasiado. Lo decía con síntomas. Con malestares que aparecían justo cuando yo intentaba seguir como si nada.
Aprendí a reconocer sus señales cuando dejé de verlo como un enemigo al que había que resistir, y empecé a tratarlo como lo que es: mi brújula. Hoy sé que despierto a las 3 a.m. cuando he ignorado emociones que necesitan ser vistas.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...