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Por Farah Ayanegui*
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“Sanar no es olvidar: es dejar de pelear con la persona que fuiste”

Durante años viví sosteniendo una batalla silenciosa con mi propia historia. No con un evento en particular, sino con algo más profundo: mi identidad y mis pérdidas. Había momentos en los que no me reconocía como hija o hermana, como amiga o pareja, aunque sí encontraba claridad en mi rol de madre. Algo en mí seguía funcionando desde la lógica antigua: resolver primero, sentir después. Sobrevivir antes que conocerme.

Esa forma de vivir me mantuvo en movimiento, pero también me mantuvo dividida. No sabía cómo integrar a la niña, a la joven y a la mujer que fui; cada una cargaba decisiones hechas desde la urgencia, el miedo o la falta de herramientas. Algunas veces, incluso hoy, todavía aparece ese impulso automático de reaccionar desde patrones familiares, como si una parte de mí no quisiera soltar lo conocido, aunque ya no me funcione.

Lo que cambió no fue un solo momento, sino la suma de varios: la terapia que sostuve con disciplina, la meditación que me enseñó a escuchar sin huir y el duelo por mis padres, que me obligó a mirarme desde otro lugar. Ese duelo, sobre todo, me confrontó con una pregunta que ya no pude evadir: ¿quién soy cuando dejo de cumplir los roles que alguna vez me dieron sentido?

En esa búsqueda descubrí algo que me transformó: la Farah de antes no era una versión equivocada de mí; era una mujer que hacía lo mejor que podía con lo que sabía. Tenía pocos recursos, muchas expectativas encima y una necesidad enorme de demostrar su valor. Entender eso —de verdad entenderlo— me permitió mirarme con más honestidad y un poco más de compasión.

La ciencia también confirma que reconciliarse con la propia historia tiene efectos profundos en el bienestar. La terapia narrativa, por ejemplo, ha demostrado que reconstruir el relato personal disminuye la autocrítica severa y aumenta la estabilidad emocional. Quienes integran su pasado sin negarlo ni dramatizarlo presentan menor ansiedad y mayor satisfacción vital. Estudios sobre el duelo, publicados en el American Journal of Psychiatry, muestran que encontrar un significado dentro de la pérdida redefine la identidad: no te vuelve otra persona, pero sí te da la oportunidad de elegir.

Hoy, integrar mi historia no significa justificar lo que dolió ni romantizar lo difícil. Significa no huir. Significa mirar a la mujer que fui —incluso a la que no entendía nada— y agradecerle. Sin su fuerza, sin sus decisiones imperfectas y sin su necesidad de sobrevivir, yo no sería yo.

No voy a mentir: no siempre puedo hacerlo con dulzura. Hay días donde avanzo más ligera y otros donde solo logro terminar el día. Pero incluso aceptarlo es una forma de tener paz. Una paz que llega desde aceptar que soy una adulta, imperfecta, real.

Reconciliarte contigo no es un acto instantáneo; es una práctica. Y empieza con dejar de exigirle a tu pasado que sea distinto. Solo así el presente tiene espacio para serlo.

En estos días cercanos al cierre de año intenta hacer un gesto pequeño: recuerda a tu “yo” de hace diez años. Pregúntale qué necesitaba, qué sabía y qué desconocía. Tal vez descubras que no merece juicio, sino comprensión. Tal vez ahí, en ese reconocimiento, empiece tu verdadera libertad hacia un nuevo ciclo.

*Farah Ayanegui es Terapeuta holística certificada en radiestesia con péndulo—, una técnica que detecta y armoniza desequilibrios energéticos a través de la vibración—, y quien acompaña, con sesiones de terapia holística, a todas las personas que se acercan buscando bienestar desde el autoconocimiento, la intuición y una mirada integral del cuidado personal.

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IG @Farah_ave X @FarahAyanegui

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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