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Por Fátima Masse

Esta no es una columna tardía del Día del Padre, aunque por las fechas podría parecerlo. Es una celebración para uno de los hombres más importantes de mi vida: mi papá, que este 19 de junio cumple 70 años.

Pensar en él es pensar en un árbol frondoso. Un roble. De esos que no solo dan sombra, sino también dirección. De raíces profundas y fuertes, que se aferran con tenacidad a la tierra fértil de los valores. De tronco firme, que ha resistido vientos y malas temporadas, pero que nunca ha dejado de crecer. Y de ramas amplias, que se abren al mundo para abrazar a quienes hemos crecido bajo su guía.

Mi papá me enseñó, sin discursos, la importancia de la disciplina, el compromiso y el amor por el conocimiento. Hizo de su vocación una vocación, y a sus 70 años sigue emprendiendo con entusiasmo, ahora una nueva aventura en Querétaro. Siempre curioso, siempre actualizado, siempre compartiendo lo que aprende con pasión. En su campo llegó a ser uno de los dermatólogos más reconocidos, por su nivel de innovación y por convertirse en detective de cualquier caso. Siempre en búsqueda de la causa que pudiera estar provocando hasta los padecimientos más simples.

Desde que tengo memoria, ha estado ahí. Presente e involucrado. Con una pareja tradicional, sí, pero profundamente colaborativa. En el consultorio, él es el doctor, pero mi mamá la directora de finanzas que impulsó su crecimiento profesional. En casa, mamá era la “matrona”, pero él también se remangaba la camisa para organizar “la pizca de la mota” los domingos, ese juego que convirtió el orden en diversión. Aunque trabajaba mucho, encontraba tiempo para divertirse, para viajar, para reír con nosotros. Y, sobre todo, para escuchar.

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