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Por Fredel Romano

En el corazón del camino espiritual se esconde una pregunta que pocas veces nos  atrevemos a mirar de frente: 

¿Y si me equivoco en lo más profundo?, ¿Y si una elección, una práctica, una  experiencia, en lugar de acercarme a la luz, me une con la sombra? 

Durante años he sentido que cualquier experiencia —sea luminosa o sombría, elevada o  mundana— forma parte de una gran suma que, inevitablemente, nos conduce hacia la  trascendencia. Como si estuviéramos todos participando en una coreografía cósmica  donde no existen errores, sino tan solo movimientos que nos acercan a la comprensión  total de la experiencia. En este modelo, no hay caminos equivocados, solo pasos más  largos o más breves hacia la maestría de lo humano. Actuar, experimentar, lanzarse…  todo parece válido cuando se cree que la acumulación de experiencia es la llave de la  iluminación. 

Pero entonces llega la duda. Una que se instala, no desde la mente racional, sino desde  una capa más profunda de la conciencia: 

¿Y si hay experiencias espirituales que no nos llevan a la luz, sino que nos atan con la  sombra? 

¿Y si no toda vivencia humana es una herramienta hacia la liberación, sino que algunas  experiencias refuerzan el velo que nos separa de lo que somos? 

Esta idea nos incomoda, incluso asusta. Porque si fuera cierta, significaría que sí existe algo  parecido a “el error espiritual”. Y con ello nace el miedo. Miedo a actuar, miedo a elegir  mal, miedo a conectar con fuerzas que no comprendemos. El miedo se convierte en el  centinela de nuestras decisiones. No nos permite movernos con libertad. Nos aplasta,  como si existiera un pie sobre nuestra espalda, recordándonos que nuestra aspiración  más íntima —la de fundirnos con la luz, con Dios, con el ser— podría estar en riesgo. 

Sin embargo, ¿no es también ese miedo una experiencia más?, ¿no es acaso parte del  mismo juego del alma? 

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