Por Fredel Romano
Durante mucho tiempo viví dentro de una estructura mental que simplemente asumí como lo único que había. Era esa mente que piensa sin detenerse, que reacciona, que busca protegerse, defenderse, tener razón, evitar el dolor, anticipar problemas, resolverlos… esa mente que uno confunde con uno mismo.
Viví desde ella sin saber que existía algo más allá. No sabía que esa mente que hablaba tanto era solo una parte de mí, y además, una parte bastante limitada. La podría llamar “mente básica”; no porque sea poco importante, sino porque está hecha para operar en lo inmediato, en lo aprendido, en lo reactivo. Está llena de mecanismos automáticos que se activan sin que lo notemos, y como no aprendí a cuestionarla, me identifiqué con ella por completo. Ahí es donde muchos de nosotros nos quedamos toda la vida: atorados, repitiendo las mismas formas de pensar, de sufrir y de interpretar la vida.
Pero en algún momento —y gracias al intenso dolor que a veces me provoca la vida— empecé a observar esa mente desde afuera: a notar su voz, su ruido, su dureza. Pero más que lograr observarla, logré trascenderla. ¿Pero cómo lo logré? La mente básica no se va a ir, ni creo que tenga que irse. Pero sí puede dejar de dominarlo todo. Y para eso, necesitamos encontrar formas de trascenderla.
En mi caso, fue un descubrimiento muy accidental, pero profundamente eficaz. Mi mente es dura, intensa, obsesiva. Intentar meditar era para mí una pesadilla: apenas cerraba los ojos, esa mente se me venía encima con toda su fuerza. Hasta que un día, sin proponérmelo como técnica espiritual, empecé a contar. Del uno al mil.
Contaba despacio, sin apurarme, sin buscar nada. Solo contaba. Y algo extraño pasó: mi mente básica parecía ocuparse con ese conteo, como si se distrajera. Y en medio de ese simple ejercicio, se empezaron a abrir espacios. Por encima de número y número, aparecía un silencio. Una presencia. Una voz distinta. Y fue ahí donde empecé a conocer otra parte de mí. Comenzaban a aparecer otros pensamientos: más suaves, más lúcidos, que no venían desde el miedo ni desde la costumbre. Era como si otra capa de mi mente —más profunda o más alta, no sé bien cómo decirlo— empezara a hacerse presente.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...