Por Fredel Romano
La vida adquiere sentido cuando entendemos que cada uno de nosotros somos portadores de un fragmento irrepetible del saber. Ese conocimiento único, que arde como una chispa en lo más hondo de nuestro ser, está destinado a ser entregado a otros. No basta con existir: venimos a dar. Pero para hacerlo posible, debemos abrirnos también a recibir.
El conocimiento que nos falta a cada uno de nosotros, no está solo en las teorías ni en las grandes bibliotecas; también está vivo, guardado en los corazones de otras personas. Cada ser humano lleva una llave que abre una puerta en nosotros, y la humildad es el puente que nos permite aceptarla, sin importar quién sea quien la traiga. Aprendemos de todos.
Y, al mismo tiempo, la única forma de dar lo que venimos a dar es permitir que nuestra propia llave —la que abre el conocimiento que solo nosotros tenemos— salga a la luz. Para eso hay que ser auténticos, hay que vivir siendo afines a nuestra esencia. No importa quienes seamos, a qué nos dediquemos, cómo nos percibamos o cómo nos perciban los demás: nada de eso tiene relevancia. Lo único importante es que seamos nosotros mismos, sin capas de “deberías ser” que nos opaquen, para que esa “llave única de nuestro saber” que guardamos dentro, pueda aflorar y unirse a la luz mayor del conocimiento compartido. Pero para dar esa llave también necesitamos amor propio. Solo reconociendo nuestra valía y amándonos podemos expresarla plenamente.
Venimos a dar y recibir conocimiento. Ese conocimiento adopta muchas formas, y una de las más poderosas es el amor. Cada vez que sentimos que algo nos falta —ese vacío que aparece a veces, o que en algunos es constante— no es un error ni un castigo: es la invitación a salir a buscar el conocimiento que vive fuera de nosotros. Es la misma inquietud que nos impulsa a entregar el que llevamos dentro. Sin ese vacío, no habría movimiento.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...