Por Gabriela de la Riva
Creo que muchas nos fuimos dando cuenta de que éramos madres… con el tiempo. En mis épocas no teníamos libros ilustrados ni podcasts de crianza positiva. Lo de ser madre era más un hecho consumado que una decisión razonada. Nos casábamos jóvenes —muy jóvenes— y eso del control natal era más bien mito urbano. Al menos para mí.
Así fue como tuve al primero. Nunca lo vi tan bonito como todos decían. De hecho, llegué a pensar que alguien me había robado el famoso “instinto materno”. Lloraba mucho (él, aunque yo también) y se convirtió en mi más fiel desvelo. Noches eternas, dolores de tetas exprimidas, biberón por si acaso, cambios extra de pañales. Fue mi bautizo de fuego.
Afortunadamente, mi abuela me dio un consejo glorioso: “Cerveza tibia antes de amamantar”. Nunca la calenté, pero bien fría funcionaba de maravilla. Me relajaba, el chico se pegaba sin drama, y entre chorros de leche y cero peleas, los dos salíamos ganando. Hasta hoy, la cerveza helada sigue siendo de mis bebidas favoritas. Dicen que los niños maman lo que uno toma. Pues eso.
Así fuimos creciendo los dos.
El segundo llegó casi sin aviso. Traía consigo un problema de incompatibilidad sanguínea que lo dejó muy malito, necesitando transfusiones urgentes. Su tipo de sangre era rarísimo. Por fortuna, conseguimos tres donadores. Los invitamos años después a su boda. Asistieron dos. Uno de ellos era Secretario de Estado en Guatemala. Estaba a punto de abordar un vuelo oficial a Costa Rica cuando se enteró de la urgencia. Canceló el viaje y regresó a donar. Esa sangre le salvó la vida a mi hijo. A veces la humanidad sorprende, conmueve y nos vuelve agradecidos.
La tercera nació tres años después. Vino con espectáculo incluido: paro respiratorio, paro cardíaco, cesárea complicada. Me vi desde arriba, flotando, observando el caos médico con una extraña serenidad. Todo blanco, todo luz. El túnel ese. Pero el doctor, muy profesional, me regresó a la vida con un resucitador que regresó el dolor al cuerpo. Y entre la neblina del regreso, escuché un grito fuerte: una niña sana, fuerte y lista para estrenarse en el mundo.
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