Por Graciela Rock

Reconocerme bisexual pasados los 30 fue, al mismo tiempo, una revolución íntima y política: una sacudida contra la norma cisheteropatriarcal que convierte la sexualidad en un territorio de miedo, silencio y borrado. Crecí en un entorno profundamente heteronormativo, donde el deseo hacia otras mujeres estuvo siempre presente, pero lo interpreté como un fallo en mi cuerpo, en mi identidad, en mi rol social. Ese conflicto entre deseo y auto odio no desapareció del todo, pero aprendí a bajarle el volumen cuando dejé de creer que a las mujeres que deseaba era porque quería ser ellas, y reconocí que lo que realmente deseaba era estar con ellas.
No fue un descubrimiento caprichoso. Cruzar la barrera de los 30 me obligó a mirarme con honestidad, desde un cuerpo maduro, marcado por amores heterosexuales y por afectos que nunca supe cómo nombrar. Durante años lo llamé «crush», «fase», hasta que alguien —otra mujer— lo nombró: bisexual. Esa palabra no me provocó pánico, sino alivio. Porque ya no tuve que esconder mi deseo en excusas heterocéntricas: había una identidad que le daba sentido a lo que sentía.
En México, donde la heterosexualidad es norma, decir que me atraen los hombres y las mujeres es, para mí, un acto político. No existen referentes bi visibles. Las instituciones no nos reconocen. Entre 2020 y mayo de 2025, apenas 26 carpetas de investigación por discriminación hacia mujeres bisexuales fueron registradas en todo el país. En contraste, se documentaron 106 para lesbianas y 55 para mujeres trans. Solo nueve fiscalías estatales desagregan datos de mujeres lesbianas, bisexuales y trans; 23 ni siquiera lo contemplan. La invisibilidad institucional también es violencia.
La bifobia no es solo prejuicio individual: es una forma estructural de violencia. De acuerdo con el Conapred, el 37 % de las personas LGBT+ ha sido discriminada, y las bisexuales enfrentamos un doble estigma: la invisibilidad y la sospecha. Muchas mujeres bisexuales que estamos —o hemos estado— en relaciones sexoafectivas con hombres somos cuestionadas dentro y fuera del activismo. Se nos acusa de “queerbaiting”, de traicionar la causa, de aprovechar “privilegios heterosexuales”. Como si nuestras relaciones anularan nuestra identidad.
Hoy soy madre de dos hijas. Hasta hace poco, me sentía incapaz de explicarles que a mamá también le gustan las mujeres. ¿Qué modelo les estaba dejando? En un sistema donde la maternidad se asocia automáticamente con la heterosexualidad, reconocerse bisexual es cuestionar de raíz cómo se ha construido el rol femenino: esposas, madres, cuidadoras, según mandatos cristiano-coloniales, sin derecho a la autodefinición sexual. La injusticia es doble: se censura el deseo por otras mujeres y se margina a quienes no encajan en los moldes establecidos. La bifobia, la LGTBfobia, no solo disciplina nuestro deseo: regula quién puede amar, quién puede formar familia, quién merece cuidados.
Salir del clóset bisexual nunca fue solo un asunto personal, sino un acto de resistencia política. Visibilizar la bisexualidad es ampliar los límites de lo que se considera normal. Reivindicarla como algo real, digno y necesario es construir redes de cuidado, nombrar lo que sentimos, exigir que nuestro deseo sea escuchado, respetado, protegido.
El desafío es profundo y urgente: transformar la narrativa dominante que impone un deseo único y desmantelar una bifobia instalada en lo íntimo, lo legal y lo político. Porque no basta con nombrarnos: necesitamos datos, leyes, protocolos, memoria institucional.
– Que las fiscalías incluyan la bisexualidad en sus protocolos y estadísticas. – Que los programas contra la violencia de género reconozcan que ser bisexual implica riesgos diferenciados. – Que los servicios de salud mental consideren la bifobia como una variable de impacto psicoemocional. – Y que el activismo LGBT+ deje de tratarnos como identidades a medias, y nos reconozca como sujetas plenas.
Vivir con deseo bisexual significa cuestionarlo todo: el modelo único de maternidad, el mito de la monogamia normativa, las fronteras que impone el patriarcado. Las mujeres mayores de 30 que nos nombramos con honestidad formamos una ola silenciosa: no somos jóvenes en proceso de construcción, somos adultas que decidieron amarse a ellas mismas.
Por eso, hoy me nombro sin miedo: soy bisexual. No estoy confundida, no estoy a medio camino, no soy una excepción.
Romper con la heteronorma me permitió habitar mi cuerpo sin pedir disculpas, reconfigurar mis vínculos desde el consentimiento y el deseo mutuo, y desmantelar ese guión aprendido que dictaba cómo y a quién debía amar.
Elijo desobedecer. Criar hijas libres. Amar sin miedo. Construir redes donde antes solo había moldes. Y recordarme, cada día, que vivir desde el deseo verdadero también es hacer política.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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