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Por Graciela Rock*

En México, como en gran parte del mundo, se ha movido la ventana de Overton —esa escala que define qué ideas son aceptables en el debate público— hacia un terreno donde el discurso de la derecha ha ganado centralidad. Lo que hace una década habría sido calificado como xenófobo, misógino o autoritario hoy se presenta como sentido común. No se trata solo de la aparición de actores abiertamente de ultraderecha, sino de cómo partidos, medios de comunicación e incluso ciudadanos de a pie han ido adoptando, a veces sin notarlo, narrativas que normalizan prejuicios y erosionan principios básicos de igualdad y derechos humanos.

La crítica hacia el gobierno de Claudia Sheinbaum y la llamada 4T es un ejemplo revelador. En lugar de articularse desde una oposición progresista, muchas de las objeciones se sostienen sobre ideas y lenguaje de derechas: los migrantes son presentados como una amenaza; la defensa de derechos humanos como un lujo innecesario; el feminismo como un exceso radical; la protesta social como vandalismo. Lo preocupante es que esa narrativa no solo proviene de voces conservadoras tradicionales, sino que ha permeado en sectores que se nombran progresistas. La discusión pública se ha empobrecido y, con ello, se abren espacios para la extrema derecha.

Europa ofrece un espejo que México haría bien en mirar. Italia, con Giorgia Meloni, y España, con la “voxificación” de la derecha tradicional, son casos paradigmáticos. En ambos países, los discursos de odio y nacionalismo que antes estaban confinados a los márgenes ganaron legitimidad cuando la prensa, los partidos de centro e incluso sectores autodenominados progresistas adoptaron parte de sus premisas. El miedo a los migrantes, la desconfianza hacia las ONG, la caricaturización de las luchas feministas: todo esto fue primero tolerado, después normalizado y finalmente abrazado. Lo que comenzó como “opiniones radicales” acabó convertido en política de Estado.

En México, la paradoja es que la propia 4T, pese a autodefinirse de izquierda, ha incorporado discursos y políticas que remiten más a la tradición conservadora. El endurecimiento de la política migratoria bajo presión de Estados Unidos, el uso de las Fuerzas Armadas como brazo de múltiples programas gubernamentales, la hostilidad frente a las organizaciones de la sociedad civil o los recelos hacia movimientos sociales son ejemplos de cómo un gobierno que se presenta como progresista recurre a marcos de interpretación de la derecha. Andrés Manuel López Obrador lo hizo con frecuencia, y Claudia Sheinbaum lo ha continuado, contribuyendo a la confusión general: ¿qué significa hoy ser de izquierda en México?, ¿qué significa ser de derecha? La falta de claridad ideológica no es solo un problema académico: deja un vacío que otros actores llenan con respuestas simplistas y autoritarias.

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