El rey de la contradicción

Un cuento sobre el resquemor de recordar nuestros actos mal ejecutados.

El rey de la contradicción

Por:  Heredera Romanov

El Rey se despertó ese día con la boca seca. Antes de abrir los ojos frotaba con la mano derecha la frazada de seda que lo tapaba hasta el pecho. Le producía un inconsciente placer sentir la suavidad de la textura. La otra mano descansaba sobre la barriga que no dejaba de sonar en medio de la confusión ligera y breve entre el dormir y el despertar.

Se preguntó qué podría quitarle la sequedad entre la lengua y el paladar, y recordó tener un poco de té de menta al lado de la cama que quedó de la noche anterior. Le dio un sorbo pero no se sentía bien; reparó en su malestar al sentir un rayo de sol entrar por la ventana y darse cuenta que tras los primeros tragos la sensación de falta de humedad no cesó.

¿Tendré resaca? Pero casi ya no bebo. O será la incomodidad de haber dado una orden engañosa a su reino el día anterior, se cuestionó.

Habían pasado unas 17 horas desde que emitió un decreto vía directa, sin consultar a su consejo, para que se prohibiera consumir alimentos que contuvieran cacao porque el producto, argumentó, estaba escaseando. Por un momento pasó por su cabeza la duda de si había hecho lo correcto. Una duda que pasó despacito, de puntillas y sin zapatos, pero de inmediato salió corriendo. Las dudas a veces son lo más parecido a una estrella fugaz, o a una gota de rocío sobre una hoja verde y fresca. Pocas veces llevan equipaje, y rara vez, especialmente en el caso del rey, permanecen.

Más allá de las sospechas sobre lo errado de su decisión, dedicó unos segundos a recordar quién le había dado la información sobre la escasez del cacao. ¿Fue el ministro agrario? ¿Fue su consejero mayor? ¿Fue su hijo? ¿Fue un sueño?

Dormía poco en aquellos días debido a la costumbre de bajar cada mañana de sus aposentos para asearse, vestirse, y aparecerse frente a un grupo elegido -que esparcía los mensajes al reino- para presentar un espectáculo diario. Una poesía, una recitar de escritos imberbes, un castigo a algún personaje frente a todos -para que escarmienten- un premio para algún súbdito para que se saborearan la boca y el pueblo confirme que él solo hace el bien. Pero la edad le cobraba las cuentas y dormir poco no le estaba sentando de manera favorable, así que de pronto confundía la realidad con lo que se le presentaba oníricamente entre siestas y la duermevela.

Sin embargo, decidió no titubear: tener la humildad para repensar dos veces sus decisiones es un arrebato de perdedores, se decía. Un arrebato de quienes no tienen que vivir en la sensación de lucha por sobrevivir diariamente en su trono, por enfrentar a adversarios, por darle así un sentido a su existencia*.

Y sí, los valores los elige la cultura desde la necesidad de supervivencia; quizás sea esa la gran explicación del por qué las sociedades están quebradas.

Pero el rey no llegó a esta última conclusión. Tomó con ambas manos la sábana para cubrirse un poco más, casi hasta la mitad de la cara. El reloj marcaba las 4:15 de la madrugada, muy cerca de empezar la rutina diaria. El resquemor interior por nuestros actos mal ejecutados no es más que basura pegada en las orillas de la escoba.

Recordó una frase que leyó alguna vez: el buen rey asienta su poder en la palabra que brota de sus labios, así que sacó fuerzas para iniciar un nuevo día y sostener su decisión de no más cacao en los platillos del pueblo.

Tomó el teléfono y dio una orden a su secretario: cuando me aparezca en el espectáculo de hoy quiero que lleven chocolates para todos. Necesito saber cuánto hay de reserva para que los guarden para un banquete próximo. Entreguen chocolates en las calles, en las aldeas, en las haciendas: digan por favor que es un obsequio directo del rey porque yo vivo para el pueblo.

*Idea original de  Adina Chelminsky y parafraseada por esta autora


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