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Por Cecilia Kalach
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La maldita culpa. Señora, felicidades. Acaba de parir a una niña saludable. Pero no nació sola, señora. La acompaña la culpa. La maldita culpa que parece indisociable de nuestra condición como mujeres. Se sienta en nuestra mesa y nos acompaña en el desayuno. No me digas que te vas a comer todo eso. Mejor cierra la boca. Está hablando la culpa. La culpa de habitar el cuerpo de una. La culpa de alimentarlo. La culpa de existir fuera del imaginativo social de lo que debe ser un “buen cuerpo”.

La culpa que no perdona, no cede. La culpa no se destruye, solo se transforma.

Mala madre, eso eres. ¿Cómo vas a ponerte a trabajar mientras tus hijos te necesitan? Mala madre. ¿No pudiste lactar? Mala madre. ¿Tú bebé se enfermó?

Mala madre. ¿Tu hija hizo un berrinche en el supermercado? Mala madre. ¿No pudiste tener un parto natural? Mala madre. ¿No alimentas a tu bebé con comida orgánica, libre de gluten, libre de lácteos, libre de pesticidas? Mala madre. Por tu culpa, por tu culpa, por tu gran culpa.

La culpa que fuimos mamando desde pequeñas. Esa que aprendimos a internalizar como elemento necesario para describirnos. ¿Quiénes somos sin la culpa? Pero a lo mejor tú lo provocaste. Pero a lo mejor diste señales confusas. Pero a lo mejor tu “no” no se entendió. Pero a lo mejor fue tu culpa.

La culpa de tomar una decisión autónoma sobre tu cuerpo. La culpa de tener muchas parejas sexuales. La culpa de ser demasiado, de no ser suficiente. La culpa de no poder usar la maldita copa menstrual porque simplemente no me siento cómoda. La culpa de haber terminado en una relación violenta. La culpa de no poder salir. La maldita culpa.

La culpa: esa que condiciona nuestras elecciones. La culpa: esa que se nutre de los mensajes que vemos y oímos todos los días. La culpa: esa que nos susurra al oído y pone en tela de juicio quiénes somos, cuánto valemos. La culpa: nuestra compañera.

Culpa, me revelo contra ti.

Culpa, discúlpame, pero llegó la hora de soltarte. Te suelto porque no quiero que las niñas que me ven crezcan avergonzadas de su cuerpo, de sus movimientos, de la manera en la que comen. Quiero que sepan que un “buen cuerpo” es aquel que les permite sentir, gritar, reír, bailar, amar. Te suelto porque quiero que las niñas sepan que, cuando llegue el momento adecuado, una vida sexual activa puede ser inmensamente placentera, divertida, segura y consensuada. Te suelto porque no quiero que las niñas piensen que la virginidad tiene un valor intrínseco. Te suelto porque quiero que las niñas puedan decidir a quién amar, en qué condiciones, cuándo y cómo. Te suelto porque quiero que las niñas sepan que no fue su culpa, que ellas no incitaron la violencia. Te suelto porque quiero que las niñas sepan que, si así lo desean, pueden interrumpir su embarazo de manera segura y tranquila sin remordimientos, sin cargas morales.

Culpa, me revelo contra ti, porque quiero que las niñas entiendan que más allá de la culpa se puede vivir en libertad. Y te prometo, culpa, que lo vamos a lograr. La culpa salió por la puerta. Esto no es un hasta pronto, esto es un adiós, me susurró.

Señora, felicidades. Acaba de parir a una niña saludable. Esta vez viene sola. Esta vez no la acompaña la culpa.

Cecilia Kalach es abogada y trabaja  en la Suprema Corte de Justicia; tiene 26 años.
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@KalachCeci

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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