El viaje del tratamiento y las almas gemelas en el camino

Me doy cuenta de que, aunque el cáncer es una batalla personal, no es una que tenga que luchar sola.

El viaje del tratamiento y las almas gemelas en el camino
Zoe

Por Zoe
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Enfrentar el diagnóstico es una cosa; embarcarse en el viaje del tratamiento es otra completamente diferente. A medida que me adentro en este nuevo mundo de médicos, medicamentos y terapias, me doy cuenta de que cada paso es una montaña rusa de emociones.

Primero están las decisiones. ¿Cuál será el mejor tratamiento para mí? ¿Quimioterapia? ¿Radiación? ¿Una combinación? El pánico inicial me abruma, pero me recuerdo a mí misma que no estoy sola en esto. Cada consulta médica se convierte en una lluvia de información que intento absorber, mientras mis seres queridos toman notas, hacen preguntas y se convierten en mis defensores.

Pronto, las sesiones de tratamiento comienzan. Las quimioterapias, con su promesa de matar las células cancerosas, también traen consigo una avalancha de efectos secundarios. Apenas unos días después de la primera sesión, al ducharme, siento cómo mi pelo se queda entre mis manos. La sensación es devastadora, me puse el shampo para que resbalara con todo y los mechones hasta el piso. Las lágrimas se mezclan con el agua de la ducha. Otro momento muy fuerte fue cuando  mi hijo que intentaba animarme acariciándome la cabeza se quedó con un mechón de mi cabello entre sus dedos y en lugar de hundirme en la desesperación, tomé una decisión: cuando se me cae el pelo lo decido yo. Opté entonces por raparme y compré pañuelos de todos colores. Es mi pequeña forma de retomar el control, de mostrarle al mundo y a mí misma que tengo el poder y  es al mismo tiempo un acto de rebeldía y rendición. 

Sin embargo, hay algo más que surge durante el tratamiento, algo que nunca esperé: una comunidad. En la clínica, donde recibo mis sesiones de quimio, me encuentro con otras almas en la misma batalla. Está Miriam, una madre joven con una risa contagiosa, y Roberto, un profesor jubilado con historias fascinantes. Estas personas, junto con el personal médico dedicado, se convierten en mi nueva familia. Compartimos anécdotas, consejos para combatir los efectos secundarios, palabras de aliento y, a veces, solo un silencio comprensivo. Con cada encuentro, la clínica se siente menos como un lugar de enfermedad y más como un refugio de esperanza.

A veces, cuando las cosas se ponen difíciles, cuando las náuseas son demasiado intensas o el cansancio me aplasta, es esta nueva familia la que me da fuerza. Cuando un día, después de una sesión especialmente dura, Miriam me trae una manta tejida a mano, o cuando Roberto comparte su playlist favorita para animarme, me doy cuenta de que, aunque el cáncer es una batalla personal, no es una que tenga que luchar sola.

Y así, con cada sesión, cada efecto secundario, cada victoria y cada revés, el tratamiento avanza. Las semanas se convierten en meses, y aunque hay momentos en que siento que no puedo más, siempre hay alguien a mi lado, recordándome que puedo, que debo, seguir adelante.

Hay una campana, puedes tocarla cuando terminas con tus radiaciones, te hacen una fiesta, llevan dulces y todos aplauden. Sí, el cáncer ha dejado cicatrices, tanto físicas como emocionales, pero también me ha brindado un regalo inesperado: la profundidad del amor humano, la capacidad de conectarse con extraños en circunstancias inimaginables y la fuerza que surge cuando nos unimos contra un enemigo común. Quiero tocar la campana.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.