Por Ivabelle Arroyo
Hace cuatro años, Julio Astillero declaró sin pudor, en un foro de la Fundación Internacional para la Libertad, que en México había más libertad de expresión que nunca. Me quedé helada. El periodista (a quien respeto y considero inteligente) confundía dos cosas muy distintas: crítica con libertad. Opinión con garantías. Denuncia con derechos.
Entonces escribí al respecto en El Economista . Advertí que esa percepción —tan peligrosa como extendida— ignoraba la creciente hostilidad del poder hacia la prensa. Hoy, con un régimen sin contrapesos, un presidente que lo controló todo y una presidenta que hereda el poder absoluto, ya no hay espacio para ambigüedades: la libertad de prensa en México fue asfixiada. No escribo “está siendo” en horrible gerundio. Escribo en pasado: fue.
"Si fuera verdad lo que dices, no podrías escribir esto", me dicen algunos amigos oficialistas (que sí, que sí tengo). Argumentan que si hubiera represión, Loret de Mola no denunciaría al hijo del presidente, Reforma no revelaría corrupción en contratos, Animal Político no publicaría las investigaciones de Nayeli Roldán, Mexicanos contra la Corrupción no expondría omisiones mortales con ventiladores Phillips. Pero se equivocan —y lo saben—: la existencia de voces críticas no demuestra libertad de expresión; sólo demuestra que aún quedan periodistas dispuestos a jugarse el pellejo.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...