Por Ivabelle Arroyo
Una reforma electoral puede ser muchas cosas, pero nunca es neutra. Cada vez que un régimen se sienta a mover las piezas del tablero, lo hace por una razón concreta: abrir la puerta o cerrarla. No hay más.
A veces, las reformas buscan ampliar la democracia. Son esas excepciones luminosas en las que se busca incluir a más personas, facilitar el voto, modernizar procesos, afinar los mecanismos de información. Agrandar la puerta. Dar paso a nuevas voces, nuevos derechos, nuevos equilibrios. La creación del IFE en los noventa fue eso: un intento serio por dejar atrás las elecciones de Estado. Ampliar la cancha, no manipularla.
Otras veces, las reformas se hacen para procesar un conflicto político urgente. Para calmar el juego. Para responder a una elección polémica, una presión legítima o una exigencia de corrección. La reforma de 2007, por ejemplo, nació del escándalo de 2006. El resultado fue tan cerrado y tan conflictivo que la oposición exigió un cambio de reglas: no más dinero en medios, no más spots pagados por poderes económicos que inclinaran la balanza. La puerta no se amplió, pero se ajustó para que nadie la empujara con ventaja.
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