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Por Jimena de Gortari Ludlow

Luces, gritos, un beat que sacude el pecho. El estadio vibra. En medio de la multitud, Maluma interrumpe el show para señalar a una mujer con un bebé de un año en brazos. La cámara la enfoca. El público aplaude, comenta, juzga. En segundos, el gesto se convierte en tendencia. Y el ruido sigue: 100 decibeles que atraviesan huesos y tímpanos.

La escena parece anécdota de farándula, pero no lo es. Es un fotograma perfecto de un debate incómodo: ¿es válido exponer a un bebé a un nivel de ruido capaz de dañar su audición de forma irreversible, para ejercer nuestro derecho al ocio?

En redes, la reacción fue inmediata. Algunos apuntaron contra la madre: “irresponsable”, “inconsciente”, “egoísta”. Otros contra el cantante: “paternalista”, “fuera de lugar”, “héroe”. Pero en ese ir y venir se pierde lo más difícil: entender la decisión sin justificarla. Porque sí, llevar a un bebé a un concierto lo expone a riesgos reales y evitables. Pero también es cierto que muchas cuidadoras viven atrapadas en un sistema que no les deja mucho margen: o renuncian a su ocio o lo ejercen con la persona que cuidan, aun en entornos poco seguros.

Y ojo: no se trata únicamente de posibilidad económica. Quizás esa madre podía pagar una niñera o dejar al bebé con alguien más, pero la cultura del cuidado en México sigue descansando en soluciones individuales, improvisadas y con poca oferta de espacios seguros para compartir el ocio. Además, hay un elemento de desconocimiento: no todo el mundo asocia el ruido con un riesgo para la salud.

Porque sí, exponer a un bebé a ese nivel de ruido implica un daño real y documentado. No hay matices ahí: la audición de una niña o un niño pequeño no resiste un estadio a 100 decibeles. El oído humano empieza a lesionarse a partir de los 85, según la Organización Mundial de la Salud, y un concierto masivo suele oscilar entre 90 y 110. En los primeros años de vida, el sistema auditivo y nervioso está en pleno desarrollo, por lo que el impacto es mayor: pérdida auditiva permanente, alteraciones en el sueño, aumento del ritmo cardiaco, estrés fisiológico.

El problema es que el ruido no deja marcas visibles. Lo tratamos como algo molesto, no como un contaminante ambiental. Menos aún lo pensamos como una forma de violencia. Y sin embargo lo es: violencia acústica que desgasta, enferma y golpea con más fuerza a quienes menos pueden defenderse.

La OMS, en su Manual para la escucha y el cuidado de la audición (2021), recomienda no exponer a niñas y niños a niveles superiores a 75 decibeles, limitar el tiempo de escucha y, en entornos ruidosos inevitables, usar protección auditiva. Ninguna de esas condiciones se cumple en un estadio. El desconocimiento pesa: la mayoría de la gente no sabe que el exceso de decibeles puede provocar sordera irreversible o afectar el desarrollo neurológico.

De ahí que el dilema esté mal planteado. Las frases de siempre —“es su hijo, ella decide”, “también tiene derecho a divertirse”, “es una experiencia que no olvidará”— se derrumban cuando se piensa en serio. El derecho al ocio de una persona adulta no se ejerce a costa de la salud de otra. Mucho menos cuando se trata de alguien en situación de vulnerabilidad y bajo su cuidado. Es como fumar en un cuarto cerrado con un bebé adentro: no hay “experiencia” que lo justifique.

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