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Por Jimena de Gortari Ludlow

Conciliar la crianza con el trabajo y con mis propios deseos no es un acto de equilibrio estático. Para mí ha sido más bien un ajuste continuo. Como si viviera dentro de un reloj cuyos engranajes son tan frágiles que un pequeño movimiento desata una cadena de consecuencias. El tiempo se vuelve milimétrico: si algo se desajusta, todo lo demás se tambalea.

Lo vivo cada mañana, por ejemplo, cuando perder el autobús de la escuela significa reorganizar el día entero. No es solo un retraso: es un efecto dominó que altera la oficina, la clase que doy, la reunión a la que llego corriendo. El reloj no perdona. Y sin embargo, en medio de esas prisas, están los trayectos compartidos, las conversaciones que solo existen en el camino, las risas que convierten un traslado en memoria.

 La llamada “doble jornada” a veces suena abstracta, pero en la práctica es todo menos teoría. Está el trabajo formal, con sus plazos y urgencias, y está la crianza, con su demanda infinita y tierna a la vez. Y además, está algo que pocas veces se nombra: el sostenerme a mí misma. Cuidar mi cuerpo, no renunciar a lo que me gusta, seguir alimentando los proyectos que me dan sentido. A veces también se cuela lo comunitario, lo político, lo académico. Y ahí el tiempo nunca alcanza. 

He escuchado muchas veces la palabra sacrificio. Que una sacrifica cosas para poder con todo. Yo prefiero pensarlo como una negociación constante. Negocio con mis horarios, con mis culpas, con las expectativas de los demás y, sobre todo, con las mías. Hay días en que cedo sueño para terminar un texto, otros en que suelto un pendiente laboral para no perderme una presentación escolar. No siempre es justo, ni equilibrado, pero esa negociación me permite sostenerme sin sentir que todo se reduce a renunciar. 

Aun así, he descubierto que no todo entra en la balanza. Existen momentos que resisten, que no están en negociación porque son fundamentales para seguir viviendo: el abrazo antes de dormir, el juego improvisado en medio del cansancio, la charla ligera que se convierte en risa compartida. Son espacios irrenunciables que me recuerdan que la vida no puede medirse sólo en términos de productividad. Si algo se preserva a pesar del caos, es justamente eso: los pequeños refugios donde el tiempo se expande. 

Y es curioso: aunque el tiempo se sienta siempre escaso, adquiere una densidad particular. Quince minutos de concentración plena valen más que una tarde dispersa. Un trayecto de diez cuadras se convierte en el espacio para conversar, para inventar historias, para escuchar canciones juntas. Lo breve se intensifica. Lo cotidiano adquiere un valor inesperado.

Claro que hay días en que pesa. En que no hay risas, en que solo queda el cansancio. Días en que me parece imposible sostener todas las piezas de la maquinaria. Y ahí recuerdo que el ajuste continuo no significa perfección ni control absoluto, sino la capacidad de moverme con flexibilidad, de aceptar que algo siempre quedará fuera, y que está bien.

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