Por Jimena de Gortari Ludlow
El conocimiento no se jubila. La lucidez no se retira. La dignidad, mucho menos.
Y sin embargo, en la academia, hay mujeres que han dedicado su vida entera a pensar, investigar, enseñar y acompañar, y que hoy son apartadas, olvidadas o empujadas a irse porque envejecen.
Mujeres que entraron a la universidad cuando no era fácil. Que cruzaron pasillos llenos de prejuicios, enfrentaron la condescendencia constante y trabajaron el doble para que se les reconociera la mitad. Que llegaron a campos históricamente vedados para ellas —la filosofía, la ciencia, la arquitectura, el derecho, la ingeniería— donde se les consideraba la excepción, donde cada paso era resistido, donde su presencia incomodaba.
Mujeres que tuvieron que callar sus maternidades o justificar cada ausencia como si la vida fuera una carga vergonzosa. Que aprendieron a combinar lo inconciliable: pensar y cuidar, criar y publicar, resistir y avanzar. Las primeras. Las que rompieron techos de cristal y de concreto para que muchas más pudiéramos entrar después.
Y también, aquellas que nunca criaron, pero siempre han cuidado: a estudiantes, a colegas, a amistades, a familias extendidas, a comunidades académicas enteras. Sostuvieron vidas y trayectorias ajenas sin que ese cuidado apareciera en ningún indicador ni en ningún reconocimiento formal.
Hoy, cuando el cuerpo ya no responde igual, cuando la energía empieza a escasear, no hay red que las sostenga. No hay comunidad que acompañe. No hay reconocimiento de ese trayecto.
Lo que ocurre en muchos espacios universitarios no es que las académicas mayores quieran jubilarse: es que se las jubila sin decirlo. Se les empuja con correos fríos, exclusiones discretas, elogios al pasado que suenan más a despedida que a homenaje. Se deja de contar con ellas para proyectos, decisiones, debates. Todo se vuelve más joven, más rápido, más productivo… menos humano.
Y lo que duele no es sólo la exclusión. Es la falta de empatía y de memoria institucional. La manera en que se niega todo lo que costó llegar hasta ahí.
La jubilación, para muchas mujeres, no es descanso. Es incertidumbre. Es dejar el espacio donde se entregó todo sin poder cerrar la puerta con dignidad. No hay transición. No hay espacio para nombrar lo que implica irse. Y mucho menos para quedarse de otra forma.
Envejecer en la academia siendo mujer implica cargar con años de sobrecarga silenciosa: cuidados que nunca contaron como trabajo, redes que tejieron para otras, espacios que abrieron y que hoy se les niegan. Implica haber vivido con miedo a que la maternidad fuera una desventaja, a que el tiempo “perdido” en cuidar —o en sostener a otros sin reconocimiento— se tradujera en rezago profesional.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...