Por Jimena de Gortari Ludlow
Hace cuarenta años, un jueves al amanecer, la Ciudad de México despertó bajo los escombros. El 19 de septiembre de 1985 no solo derrumbó edificios: quebró certezas y partió la historia en dos. Se calcula que murieron entre 10,000 y 30,000 personas (las cifras oficiales hablaban de 3,692, pero los registros ciudadanos multiplican ese número). Miles de familias quedaron sin hogar y la crisis habitacional se extendió por años. La tragedia, sin embargo, también destapó la fuerza ciudadana: brigadas espontáneas, cadenas humanas, solidaridad en cada esquina.
Yo tenía diez años y me tocó esperando el autobús para ir a la escuela. El movimiento parecía no terminar nunca. Aun así, nos mandaron a clases, de donde pronto nos recogieron porque la escuela había colapsado. Por eso, hoy el edificio luce con diagonales que delatan la reconstrucción de aquel entonces. En la noche, sin luz y con el miedo recorriendo cada rincón, nos encontró a toda la familia junta por la preocupación. Ese miedo duró muchos días y, de alguna manera, aún me recorre el cuerpo con cada alerta sísmica o con cada imagen de ese día.
Treinta y dos años después, en 2017, la tierra volvió a sacudirnos el mismo día. El sismo de magnitud 7.1 dejó 370 muertos, de los cuales 228 en la capital, y más de 250,000 viviendas dañadas en todo el país. En la Ciudad de México se contabilizaron más de 13,000 inmuebles afectados, con 7,000 clasificados de riesgo alto. Ocho años después, varios damnificados aún esperan soluciones definitivas. El eco de 1985 regresó para recordarnos que la memoria sísmica no es historia pasada: es herida abierta.
Aquel 2017 fue también ciudad de caos. No había previsión de líneas de emergencia, ni carriles exclusivos para ambulancias: la urbe se colapsó con miles de personas intentando llegar con los suyos, caminando kilómetros, llenando las calles de angustia y de prisa. La movilidad quedó suspendida, como si el desastre hubiera mostrado no solo la fragilidad de los edificios, sino también la de la ciudad misma, incapaz de responder de manera ordenada a la emergencia. Esa falta de previsión evidenció un vacío grave: la planeación urbana no contempla la movilidad en condiciones de desastre, y sin protocolos claros, la solidaridad ciudadana volvió a suplir lo que las instituciones no anticiparon.
Cada septiembre, la alerta sísmica nos lo recuerda. Los más de 13,000 altavoces del C5 reproducen una voz metálica que pretende ser preventiva, pero que para miles es también un disparador de ansiedad. El sonido no es neutro: activa recuerdos de muertos, pérdidas y miedos colectivos. Y, cuando falla —cuando se queda trabada o suena en falso— erosiona la confianza en el sistema. No todos escuchan esa voz desde el mismo lugar: la vulnerabilidad no se reparte por igual. Según el CENAPRED, más del 40% del territorio de la CDMX está en suelo de alta vulnerabilidad sísmica, coincidiendo con colonias populares y zonas de menor ingreso. El temblor no golpea igual en un penthouse de Santa Fe que en un departamento autoconstruido en Iztapalapa.
A 40 años, la ciudad tiene más protocolos, simulacros y aplicaciones móviles, pero también más desigualdades. La pregunta de fondo sigue sin resolverse: ¿qué significa realmente la prevención? En México, las políticas de vivienda y planeación urbana han privilegiado la expansión inmobiliaria antes que la seguridad. La construcción en suelos de alto riesgo continúa, mientras los mapas de riesgo quedan como ejercicios técnicos poco vinculantes. La reconstrucción de 2017 mostró los vacíos: procesos lentos, burocráticos, plagados de corrupción y clientelismo.
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