Por Jimena de Gortari Ludlow
De un día a otro todo cambia. A veces es un gesto mínimo el que lo revela: la mano que antes sujetaba con fuerza ahora tiembla un poco, el paso que siempre fue firme se hace más lento, el cansancio no cede después de unas cuadras. Así me pasa con algunas de mis personas más queridas: de pronto me descubrí acompañándolas de otro modo, ajustando mi ritmo al suyo, dándome cuenta de que la vida cotidiana ya no transcurre a la misma velocidad.
Lo duro no es sólo constatar, sino aceptar lo que significa. Porque acompañar a alguien que envejece es aprender una coreografía distinta, pero también enfrentarse a lo que nadie nos enseñó: cómo mirar la fragilidad de cerca, cómo sostener sin herir el orgullo, cómo escuchar el miedo sin que se vuelva el nuestro.
Confieso que al principio no sabía bien cómo hacerlo. ¿Le ofrezco el brazo sin preguntar? ¿Me detengo cuando ella se detiene, aunque parezca innecesario? ¿Negociamos la ruta o la decido yo? Poco a poco entendí que acompañar no es imponer ni resolver, sino estar presente sin anular. Pero ese aprendizaje ha sido doloroso: porque exige paciencia en un mundo que premia la prisa, ternura en medio del cansancio, aceptación cuando una parte de mí quiere rebelarse contra lo inevitable.
Lo más difícil es entender que la vejez no se vive solo en quien la encarna, sino también en quienes la acompañamos. Se vuelve espejo: mirar al otro más lento es asomarse a nuestro propio futuro. Y no estamos preparados. No lo estamos como hijas o hijos, ni como amistades, ni como sociedad. Nadie nos enseña a hablar de la pérdida de fuerza, del carácter que cambia, de la memoria que se quiebra. Apenas improvisamos, con torpeza y cariño.
La ciudad, sí, tampoco ayuda. Los semáforos que corren maratones, las banquetas que parecen murallas, las bancas ausentes. Pero lo que más duele no es solo la infraestructura, sino la sensación de que el envejecimiento es un asunto privado, relegado a las familias, como si fuera tarea de cada quien resolverlo en silencio. No hay políticas públicas sólidas, ni programas de cuidado accesibles, ni una cultura que abrace la vejez como etapa valiosa de la vida.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...