Por Jimena de Gortari Ludlow
La columna nace de un tuit: alguien se preguntaba por qué el mexicano ama tanto la escandalera y por qué le cuesta tanto estar en silencio. La pregunta me pareció tan simple como certera. Tal vez porque encierra algo más que una ocurrencia: es una radiografía de nuestra relación cotidiana con el ruido y con el silencio.
En México, el ruido no es sólo ruido. Es parte de un código cultural que entendemos sin necesidad de explicaciones. Es fiesta, es comunidad, es pertenencia. Las campanas de las iglesias que marcan el tiempo colectivo; los cohetes que anuncian una fiesta patronal, un santo, un bautizo o la victoria de un equipo de futbol; la bocina del camión de tamales que irrumpe en la rutina diaria; las bandas que tocan en las plazas y en las calles; los pregones de vendedores ambulantes que se vuelven parte de nuestra memoria auditiva. Todo ello conforma un paisaje sonoro en el que crecer significa aprender lo escandaloso como normal. La escandalera es, en esa lógica, una manera de afirmar que estamos vivos y juntos.
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