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Por Jimena de Gortari Ludlow

La Ciudad de México aparece una y otra vez en los listados internacionales como una de las urbes más ruidosas del mundo. Según diversos registros, ocupa el octavo lugar global. No se trata de una anécdota o de una exageración: quienes habitamos la capital lo sabemos en la piel y en el oído. El ruido es parte de la vida cotidiana, atraviesa calles, casas y transportes, y condiciona tanto el descanso como la salud. Sin embargo, hasta ahora se ha legislado de manera dispersa y parcial: la Ley Ambiental de Protección a la Tierra establece algunos lineamientos, la Ley de Cultura Cívica considera sanciones aisladas, y las alcaldías cargan con atribuciones poco claras. En este contexto, la reciente propuesta de Ley de Control de Ruido representa un intento por darle orden y coherencia al marco normativo.

No obstante, conviene decirlo con claridad: no basta con tener una ley que establezca decibeles, horarios y sanciones. El ruido no funciona así. No es un fenómeno uniforme que pueda regularse como un único conjunto. Es resultado de la suma de múltiples fuentes: bares y restaurantes con terrazas abiertas, obras de construcción que se prolongan de día y de noche, transporte público y privado que atraviesa avenidas congestionadas, altavoces comerciales que inundan colonias enteras, motocicletas con escapes libres, espectáculos masivos y hasta los propios dispositivos móviles que amplifican músicas personales en espacios colectivos. Legislar sin partir de un diagnóstico serio que reconozca esta diversidad es condenar la iniciativa a convertirse en letra muerta.

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