Por Jimena de Gortari Ludlow
Envejecer no debería ser una derrota sino un aprendizaje compartido.
Hay algo profundamente incómodo en acompañar el envejecimiento de quienes amamos. Me entristece, me irrita, me desespera. No sé cómo hacerlo sin caer en la servicialidad, como si atender fuera una forma de borrar la fragilidad del otro —o de no mirar la mía. En el intento de cuidar, muchas veces me descubro invalidando, haciendo por la otra persona lo que aún podría hacer por sí misma. Es una torpeza bien intencionada, una mezcla de amor, miedo y prisa.
Nos cuesta tanto aceptar la vejez ajena porque intuimos la propia. Vemos en el cansancio, la lentitud o la repetición del otro un anticipo de lo que seremos, y entonces huimos disfrazando la huida de ayuda. Queremos cuidar, pero también queremos que no nos duela. Cuidar implica mirar de frente el paso del tiempo, aceptar la pérdida de lo que fue vital, de lo que ya no volverá. No es fácil sostener esa mirada sin quebrarse un poco.
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