Por Jimena de Gortari Ludlow
En ciertos barrios de la ciudad hay un silencio que incomoda. No es que falte el bullicio del tráfico o la música ambiental de una cafetería: lo que ha desaparecido es el rumor cotidiano de la vida barrial. Las risas de niños jugando en la calle, el pregón del tamalero, las conversaciones entre vecinas. Ese silencio, que muchos celebran como signo de orden o modernidad, es también el eco del despojo. Por eso, algunas voces han comenzado a decir que el silencio es el sonido de la gentrificación.
La gentrificación —ese proceso de transformación urbana donde las comunidades de menores ingresos son desplazadas por habitantes con mayor poder adquisitivo— no sólo modifica los rostros y los precios, también transforma el paisaje sonoro. Entra el café silencioso, sale el comedor popular. Se van los talleres, los tianguis, los mariachis del domingo. Y con ellos, se apagan voces, ritmos, afectos y vínculos que tejían comunidad.
Lo que ocurre no es la eliminación del ruido, sino una mutación en su legitimidad. Cambian las fuentes del sonido y su valor simbólico. Lo que para una comunidad era identidad —la bocina del carrito de pan, el juego en la banqueta, la música del vecino— para los recién llegados se convierte en “molestia”. Y no se trata sólo de percepción: se activan regulaciones, denuncias, patrullas. Se impone una nueva estética del sonido urbano, muchas veces guiada por criterios de clase, raza o procedencia.
El silencio al que nos referimos, entonces, no es físico sino político. No marca una ausencia de sonido, sino la presencia de un nuevo orden sonoro: uno que jerarquiza, disciplina y desplaza. En palabras del teórico Brandon LaBelle, es una “acústica del poder”: El sonido que permanece no es el más suave, sino el que tiene más derecho a ocupar el espacio.
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