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Por Jimena de Gortari Ludlow

En los últimos años, las etiquetas de advertencia en los alimentos procesados se han vuelto parte de nuestra vida cotidiana: exceso de sodio, exceso de azúcares, exceso de grasas saturadas, aparecen con claridad en empaques y envolturas, recordándonos —al menos por un momento— que lo que consumimos tiene consecuencias en nuestra salud. Estas etiquetas no solo buscan informarnos: buscan hacernos conscientes, modificar hábitos, proteger a las personas más vulnerables. Entonces, ¿por qué no aplicar esta lógica a otros consumos que hacemos todos los días, muchas veces sin darnos cuenta?.

En la Ciudad de México, el ruido no se elige. Se impone. Nos acompaña al dormir, al movernos, al estudiar, al trabajar. Según datos recientes, en muchas zonas de la ciudad los niveles de ruido superan los 75 decibeles durante el día, y rara vez bajan de los 60 por la noche, superando por mucho lo que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS) que es no sobrepasar los 55 decibeles de día y los 40 de noche. Es decir, estamos expuestos de forma crónica a niveles que afectan nuestro bienestar físico, mental y emocional.

Pero a diferencia de la comida, el ruido no trae etiqueta. No hay un anuncio que nos diga:

Ruido fuerte – Esta zona registra 74 dB promedio. Es un riesgo para tu salud cardiovascular y mental. Consulte fuentes y medidas de protección.

Nadie nos advierte al cruzar una avenida o al elegir una vivienda que esa zona es dañina para nuestra salud. Nadie nos alerta de que trabajar ocho horas frente a una construcción sin barreras acústicas puede ser tan nocivo como consumir comida chatarra todos los días.

El ruido es un contaminante invisible. No deja residuos en el suelo, ni se acumula en botellas de plástico. Pero deja huellas profundas en nuestros cuerpos: insomnio, fatiga crónica, aumento del cortisol, hipertensión, problemas auditivos, ansiedad. Diversos estudios internacionales han demostrado que vivir en entornos ruidosos está relacionado con enfermedades cardiovasculares y deterioro cognitivo, especialmente entre las personas de menor y mayor edad. Y sin embargo, seguimos tratándolo como si fuera una simple molestia. Como si el silencio no fuera también un derecho.

 Imaginar una etiqueta para el ruido no es una exageración. Es un acto de justicia. Así como tenemos derecho a saber qué comemos, también deberíamos tener derecho a saber qué recibimos con los oídos, y con todo el cuerpo. Un sistema de etiquetado acústico urbano, visible en espacios públicos, estaciones de transporte, zonas escolares y hospitales, permitiría a la ciudadanía identificar de inmediato los niveles de ruido de su entorno. Con códigos de color (verde, amarillo, rojo, negro) y datos claros (decibeles promedio, fuentes principales, horas pico), podríamos decidir si quedarnos, si protegernos o si exigir cambios.

Ejemplo de ello podría ser:

Exceso de ruido – 82 dB promedio Evite exposición prolongada. Riesgo auditivo y estrés crónico.

Este etiquetado podría ir acompañado de un código QR que amplíe la información: ¿proviene el ruido de tráfico vehicular, obras en construcción, comercio ambulante, vuelos a baja altitud? ¿Existen medidas de mitigación implementadas o previstas por la alcaldía? ¿Qué acciones puede tomar la ciudadanía? Tal herramienta no solo ayudaría a prevenir daños en la salud. También promovería la rendición de cuentas, la transparencia institucional y el reconocimiento del entorno sonoro como un bien común.

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