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Por Laura Carrera

Cada vez escucho más frases como esta: “mejor ya ni salgo… la calle está muy fea”, “la gente anda como loca”, “ya ni veo noticias, porque todo me hace enojar o me estresa”. Y no lo dice gente lejana a mi realidad. Lo dice Lorena, que viaja todos los días en transporte público. Lo dice el vecino que antes era entusiasta y ahora solo baja la cabeza. Lo dicen las madres que no saben si dejar salir a sus hijos, y jóvenes que sienten que no tienen futuro. Lo decimos todos, aunque lo disfrazamos de silencio.

 Hay una sensación que se ha instalado en el país, casi sin que nos demos cuenta, como una humedad que se cuela por las paredes: una incertidumbre profunda y desgastante mezclada con decepción, hartazgo, miedo y una rabia apenas contenida.

 Y es que, seamos honestos: en México vivimos emocionalmente desagarrados. 

 Venimos de terremotos y temblores que aún nos duelen en el cuerpo. De años de violencia que se ha normalizado. De políticos que prometieron cambiar todo y terminaron por destruir lo que sí funcionaba. De discursos que dividen, enfrentan y manipulan. De un Poder Judicial que se desmorona ante nuestros ojos. De una clase política que parece premiar la ignorancia, el oportunismo, la lealtad ciega, mientras los más preparados y honestos son arrinconados.

 Y en ese contexto, claro que la gente ya no quiere participar. ¿Para qué?, dicen muchos “si al final ellos tienen el sartén por el mango, mienten y hacen lo que quieren”, “si el que hace trampa es el que avanza”, “si no importa lo que estudies ni lo que te esfuerces”. El mensaje que permea es claro: no se premia el mérito, se premia la sumisión, la conveniencia o la mentira.

 Por eso, cada vez más personas se repliegan. Se encierran. Ya no quieren opinar, ni escuchar, ni votar, ni ir a juntas vecinales, ni saber qué pasa. No porque no les importe, sino porque ya no les da la vida emocional para cargar con más decepciones.

 Y mientras tanto, la vida cotidiana sigue exigiendo. El salario ha subido, sí, pero con él también, la tortilla, el huevo, el jitomate, la gasolina y muchos productos más. A la gente ya no le alcanza. Y no es metáfora. Literalmente no le alcanza. Por eso, la ansiedad no se cura con psicología ni con coaching: se tapa como se puede, con comida, con pantallas, con series, con distracciones que no sanan, pero al menos anestesian.

 Y como si fuera poco, llega ahora el miedo silencioso a ser reemplazado por máquinas. La inteligencia artificial no es solo una revolución tecnológica, es un golpe a la dignidad de quienes viven de lo que saben hacer con sus manos, con su voz, con su experiencia. ¿Qué pasará con los oficinistas, los maestros, los vendedores, los choferes, los trabajadores de apie? ¿Qué lugar queda para ellos cuando todo parece apuntar a que “el futuro”, muy cercano, ya no los necesita?

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