Por Laura Carrera
En México hay una epidemia silenciosa que avanza sin causar marchas ni manifestaciones, sin ser un tema prioritario en los discursos presidenciales, sin provocar leyes de emergencia ni presupuestos extraordinarios. Pero está ahí, afectando a millones: el estrés crónico.
Lo vemos en la cara de las madres trabajadoras que se despiertan a las 4 de la mañana, en las y los policías que terminan turnos de 24 horas sin dormir, en los jóvenes que sobreviven entre el desempleo y la ansiedad, y en los empleados que sufren maltrato laboral con la boca cerrada. El estrés dejó de ser una “mala racha” para convertirse en una condición permanente. Y cuando el estrés se vuelve crónico, el cuerpo lo cobra, la mente se colapsa y el tejido social se erosiona.
México es hoy uno de los países con mayor estrés laboral en el mundo. Según la Organización Mundial de la Salud, es el número uno en América Latina, con más del 75% de la población trabajadora sufriendo síntomas de agotamiento físico y mental. Y si vemos con honestidad nuestro entorno, la cifra no sorprende.
Lo preocupante es que estamos normalizando el agotamiento emocional como si fuera una característica cultural. Decimos: es que así es la chamba, o bien, así es ser madre, así es ser policía, y hasta es que así es México. Y lo que no nombramos, no lo sanamos.
Pero hay algo más grave aún. Quienes tienen el poder de transformar esa realidad –las empresas, los gobiernos, los líderes de instituciones– muchas veces no están actuando con conciencia ni con convicción.
En mi trabajo como consultora he conocido de cerca muchas empresas que, en apariencia, están preocupadas por la salud emocional de su personal. Cumplen con la NOM-035, organizan cursos de “manejo del estrés” o “inteligencia emocional”, y entregan constancias. Pero todo queda en la superficie.
No hay verdadera preocupación por el bienestar humano, solo hay miedo a ser sancionados. Se capacita para cumplir, no para cuidar. Se invierte lo mínimo indispensable, sin transformar las condiciones laborales que causan ese estrés. Así tenemos, jornadas interminables, malos liderazgos, sueldos bajos, ambientes tóxicos.
Y esa negligencia cuesta. Porque los trabajadores estresados no solo enferman más: también rinden menos, se equivocan más, renuncian antes. La productividad no mejora con más horas trabajadas, sino con más personas bien tratadas. Pero algunos empresarios todavía no entienden que el bienestar emocional no es algo superficial, es una estrategia inteligente.
Y mientras tanto, las ciudades mexicanas se han convertido en espacios que activan constantemente nuestro sistema de alarma. Ruidos, caos, inseguridad, hacinamiento, transporte precario, violencia cotidiana. Todo esto genera microimpactos constantes en nuestro sistema nervioso. Vivimos con la adrenalina siempre encendida.
Por eso, hablar hoy de “ciudades emocionales” no es un capricho de urbanistas sensibles. Es una propuesta urgente. Se trata de construir entornos urbanos que reduzcan el estrés y promuevan estados de bienestar: espacios con más árboles, más silencio, más comunidad, más movilidad amable, más belleza.
La ciudad puede ser un factor de protección emocional o un activador de trauma. Y hoy, en muchos municipios de México, vivir en la ciudad es sobrevivirla. Por eso urge que alcaldes, gobernadores, desarrolladores urbanos y planeadores sociales integren el bienestar emocional en sus planes de desarrollo urbano. No es solo infraestructura, es calidad de vida.
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