Por Laura Carrera
Hay escenas que duelen más de lo que podemos decir. No duelen solo por lo que muestran, sino por lo que revelan sobre el país que somos: ver a un policía ser golpeado, humillado o grabado para entretenimiento ajeno, es una herida social que seguimos sin mirar de frente. Y no lo digo desde el discurso oficial –que suele usar a las corporaciones policiales como escudo político–, sino desde la convicción más básica: ningún ser humano debería ser blanco fácil de nuestro desprecio colectivo.
El sábado 15 de noviembre pasado, durante la llamada Marcha de la Generación Z, esa herida volvió a abrirse. Y lo que ocurrió es demasiado importante como para leerlo únicamente desde el lente partidista o desde las etiquetas que hoy repiten los voceros del poder –“pagados, “manipulados”, “la derecha”, “no eran tantos”– para tratar de borrar el significado de lo que pasó.
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