Por Laura Carrera
Ningún ser humano debería tener que servir a la ciudadanía desde el dolor emocional no atendido.
El primero de noviembre pasado, México se volvió a estremecer por dos tragedias que, aunque distintas, revelan una misma herida: la de quienes sirven a la comunidad sin recibir la atención emocional que su trabajo exige. Ese día fue asesinado el presidente municipal de Uruapan, Carlos Manzo, un hombre que se atrevió a enfrentar al crimen organizado y a pedir públicamente ayuda al gobierno federal para proteger a su comunidad y también a sus policías. No se la dieron. Lo dejaron solo. Su muerte no solo representa un acto de violencia política, sino también el abandono estructural en el que viven muchos servidores públicos que, como él, enfrentan diariamente amenazas, miedo y desconfianza institucional.
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