Por Leticia Bonifaz

Me imagino niña y traigo puesto un traje de baño. La foto que consigna el más antiguo es uno de rayitas verdes y blancas arriba y todo verde abajo. Estoy en el río del Jocote, a mis seis años, con un vaso con el que ilusamente intentaba atrapar a algún pececillo.
Mi infancia tuvo que ver mucho con el agua. Chiapas es un estado líquido, decía mi tío Óscar y yo nací en un lugar donde muy cerca había opciones para encontrar ríos -muy limpios entonces- o los maravillosos lagos de Montebello que quedan a algunos kilómetros de mi casa de infancia.
Cada domingo se elegía entre ir a Montebello o al río del Jocote, un afluente del Grijalva. Durante la temporada de lluvias, la opción era solo Montebello porque el río llevaba el lodo de las crecidas y no había opción para meterse.
El camino a Montebello era de pinos y ocotes. Muchos. Sus formas las tengo grabadas sobre todo al atardecer cuando, de vuelta a casa, un enorme sol rojo caminaba por el horizonte al ritmo del Opel hasta desaparecer y dejar sus rastros de cielo encendido.
En el trayecto a Montebello escuché decir a mi mamá: “Hay caminos que son tan bellos que son disfrutables aunque no te llevaran a ningún lado”. Gozar el trayecto (que puede ser la vida) es una enseñanza de mi mamá, mujer sensible y sabia. Pero este camino ya de por sí bello, desembocaba en lagos transparentes, profundos, de azules y verdes que van desde el esmeralda al turquesa; con cristales de sol en la superficie o con quietud reflejada, según la hora o los dictados del viento.
Ahí crecí, junto a los juncos, metiendo mi cuerpo entre rayos luminosos que, en cada brazada o sumergida, me permitían verlos perderse en la profundidad del agua.
En la medida en que crecíamos, el espacio de los lagos fue siendo cada vez más nuestro. Al inicio, de pequeños, veíamos cómo mi papá alcanzaba la otra orilla, después todos lo acompañábamos en un disfrute infinito.
Cuando vine a la Universidad, lo que más me dolió fue dejar a mi familia y a mis lagos. Y en cada regreso, iba a verlos para que ellos recordaran mi piel de la misma manera como yo recordaba su inmensa belleza.
Un día mi mamá me dijo: “Te voy a dar una noticia que te va a dar mucha tristeza”. Pensé que se iba a referir a un familiar cercano y pues… se trataba de mis lagos. El lago grande, como le decíamos al que oficialmente se llama Bosque Azul, ¡se está contaminando! Yo la vi con estupor y con una inmensa curiosidad por saber de qué me estaba hablando. Los lagos perdieron su transparencia me dijo. Ya no tienen su color, tienen un verde/amarillo enfermo.
Como mi mamá sabía que seguramente en esa visita yo iba a querer ir a nadar, quiso prepararme para el impacto. A pesar de ello, sentí dolor en lo más profundo de mi corazón. Una no está preparada para que se le muera un lago.
En todo el sistema lacustre de Montebello, hay algunos lagos que mantienen su esplendor. La diferente altitud ha salvado a algunos de recibir restos de plaguicidas, herbicidas, fertilizantes y otros químicos que llegan a los lagos más bajos hasta ahora irremediablemente. Varios están intactos, pero el lago grande, el de mi familia, el de mi infancia, sigue con su rostro descompuesto.
A la lucha que iniciamos mis hermanos y yo para salvarlos, se han sumado personas e instituciones. Decenas de tesis profesionales han abordado las distintas aristas del problema y ahí vamos en la solución que, aunque tardada, llegará algún día. Es la promesa que ha hecho esta mujer mayor a su yo de niña.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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