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Por Leticia Bonifaz
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Rosario fue una niña inquieta, curiosa, que no tenía comadres ni sabía jugar con sus muñecas. Poseía una capacidad de observación maravillosa y para fortuna nuestra, dejó escritos muchos de sus recuerdos. Así podemos recorrerla desde que fue niña en Comitán hasta que se convirtió en la Señora Embajadora en Israel.

Vamos a rescatar aquí recuerdos de la primera infancia de Rosario que dejó plasmados en un escrito que llamó Primera Revelación. Comienza con una frase maravillosa: “Ahora sé que es imposible, pero entonces, la casa en la que vivíamos era mucho más grande, incomparablemente más grande, que el pueblo donde estaba la casa”.

Su casa era el enorme espacio de juegos junto a Mario, su hermano menor al que le profesaba gran admiración. Mario era su mundo, su horizonte, diría ella. El triste e inesperado suceso de su muerte por apendicitis la marcó para siempre. El hecho sucedió a unos días de que ambos hicieran la primera comunión.

Rosario dice: “el horizonte no estaba entonces, como está ahora, en las montañas esbeltas que ciñen la ciudad, en el firmamento que extiende su transparencia sin límites, en el río que aprisiona peces minúsculos. El horizonte estaba en las paredes sólidas, en el jardín fragante despeinado por el viento, en la presencia cercana de mis padres. El horizonte era también mi hermano.”

Describe el patio de su casa con “corredores amplios con ladrillos siempre recién lavados, frescos”, y el traspatio lleno de “rumorosos árboles”.

A Chayito y a Mario los resguardaban de los zancudos, describe cómo descendía sobre ellos el pabellón de tul noche a noche y “nos aislaba del mundo envolviéndonos en una nube vaporosa y cálida”.

La descripción de la calle es así: “por el zaguán se salía a la calle. Era suficiente bajar un escalón de lajas pulidas y lisas, resbalosas, sobre todo después de los aguaceros, y ya se estaba afuera. De la calle no sé más que estaba empedrada que las transitaban asnos cargados con barriles que resonaban a cada rítmico movimiento empujados por palabras soeces y puntas de látigos”. Así se distribuía el agua en Comitán hasta los años sesenta.

De la escuela recuerda el día que aprendió la palabra meteoro y cuando supo que Colón descubrió América. Llegó corriendo a contárselo a Mario, pero él ya lo sabía y le contestó burlonamente, sí y en un barco.

Chayito cuenta que no sabía jugar con sus muñecas. Las sentaba en fila y las contemplaba, en contraste con los entretenimientos que inventaba Mario que “surcaba mares tempestuosos en una tina de baño, o que era el equilibrista del circo, o el bandido perseguido por la policía o el policía que perseguía al bandido”. “Ordinariamente me molestaba que él fuera siempre el rey y yo la princesa, él fuera el actor y yo el público, él quien comiera los duraznos verdes y a mí a quien le hicieran daño…”

Cuando Mario falleció, después de que “vagaba solitaria” y que sus preguntas recibían respuestas “absurdas y sin sentido” Mercedes, la maestra de catecismo que Rosario recordaba por su “hermosa voz de barítono que no dejaba de sobresaltar a quienes la escuchaban”, la llevó a una casa para que jugara con otras niñas. Recuerda que le dijeron: “pobrecita” y que la invitaron a jugar. “Yo no hice más que decir la verdad: No, yo no sabía jugar a la tiendita. No, yo no tenía comadres. No. Mis muñecas jamás se habían cambiado de ropa.”

Cuando por fin llegaron por ella, siguió preguntando ¿Dónde está Mario? Ese encuentro prematuro con la muerte la marcó no sólo por haber perdido a su entrañable cómplice, sino porque escuchó que los adultos se entristecían porque había fallecido el varón y sobrevivido la niña. Así empezó su historia.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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