Por Leticia González Montes de Oca
Hemos pasado a primero de primaria. Ya somos grandes. Finalmente cargamos una mochila, tenemos cada vez mejor letra, empezamos a sumar y restar con ayuda de los dedos, y algo entendemos de Plaza Sésamo en inglés.
Cada fin de mes, cuando entregan las boletas para que los padres las firmen en casa, el niño del último pupitre —el que está junto a la ventana, desde donde se ve la montaña del Ajusco— baja la cabeza y la esconde entre los brazos cruzados sobre el escritorio. Solo se le ve el pelo negro alborotado y las orejas encendidas.
Alguien da la alerta: otra vez está llorando.
Nos acercamos hasta rodearlo.
—¡Mariquita! ¡Chillón!
—No puede ser que llore por eso, ¿no entiende que no siempre se puede sacar puro diez?
Nos reímos. Lo imitamos y cantamos a coro el comercial de la muñeca Lagrimitas.
—Ya crece, ¡pareces niña!
Él, inmóvil, no levanta la cara.
Ahora estamos en preparatoria.
Él se queda al final de la clase para hablar con el profesor. Suplica, inútilmente, por unas décimas que cambien el número. Desde afuera pegamos la cara al cristal polarizado para no perdernos esa escena tantas veces repetida.
Sale el maestro con los exámenes bajo el brazo, rayados en rojo.
Él se queda adentro, quieto en una silla, sus casi dos metros encogidos, la mirada fija en el pizarrón. Sabe que lo observamos. Aprieta la quijada. Intenta —en vano— contener las lágrimas.
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