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Por Leticia González Montes de Oca
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Cruzamos la ciudad, de Tlalpan a la San Rafael, en un pequeño Fiat azul marino. El calor hace que el asiento de vinilo se pegue a mi piel. Aun estando medio dormida, siento las maniobras de mi madre para estacionarse. Cruzamos una calle ancha. Ella, entaconada, carga un bambineto azul pálido con mi hermano dentro. Yo camino prendida a su falda.

La puerta del edificio está siempre abierta. En cuanto la atravesamos, el calor desaparece. Avanzamos por un oscuro corredor hasta la escalera de granito rosa. El barandal es del mismo material, y pego a él mi brazo entero y el cachete izquierdo, y siento el refrescante placer de la piedra fría.

Subimos dos pisos hasta llegar a una puerta que tiene en el centro una mirilla. Me alzo de puntas y saludo con la mano, adivinando el ojo de mi abuela y sus pestañas con rímel negro al otro lado. Se oye descorrer un cerrojo que abre lo que para nosotros es el paraíso.

Tras besos y abrazos efusivos, corro hasta el ropero de su recámara: el espacio que antes ocupaban sus zapatos —ahora guardados en cajas de cartón bajo la cama— ha sido destinado a nuestros juguetes. Ahí está el elefante de pilas que toca la batería, el mismo que aparece en el escritorio del Tío Gamboín. Y Gurrumina, una perrita de rafia color bugambilia con esqueleto de alambre para poder cambiarla de postura hasta deformarla y después reconfigurarla una y otra vez. La colección de patos Donald, una promoción de los refrescos Pascual: el boxeador, el pirata, el bombero, el médico, el policía; compañeros de juegos en largas sesiones de baños de tina.

La cama tiene una colcha satinada color plata. Sobre ella pende un crucifijo. Podemos brincar descalzos sin regaños, con que no nos carguemos al Cristo. Hay una cómoda con espejo. Está cubierta por un cristal que protege fotos que muestran cómo vamos creciendo, y un par de postales enviadas por nosotros desde algún pueblo con mar.

En el cuarto de al lado instalan una pantalla que se abre sobre un tripié. Todo el proceso —desde sacarla de su caja hasta ir abriendo cada una de sus partes plegables y, finalmente, hacerla lucir con su superficie blanquísima y lista para recibir las imágenes— es un ritual hipnotizante que aumenta la expectativa. Se enciende un ruidoso proyector Super 8 y, al final de un rayo de luz con partículas de polvo flotando, aparece una princesa huyendo a toda velocidad, perdiendo la zapatilla al bajar la escalinata; o seis enanos rodeando al séptimo, que refunfuña cuando lo enjabonan por la fuerza en una pileta; o una fogata encendida en el vientre de una ballena. Este cine mudo transcurre con las voces de mis abuelos interrumpiéndose entre ellos: narrando las imágenes con el mismo entusiasmo desde la primera vez, exagerando los tonos de las palabras que inventan para cada personaje, cada vez más expertos en efectos especiales.

En el comedor hay una silla de bebé para mi hermano, y en mi asiento colocan un cojín sobre un tomo del enorme y estorboso directorio de entonces, la Sección Amarilla. Debemos terminar la sopa de fideos con hígados de pollo, pues solo así aparecerá el ratón Miguelito en el fondo.

La azotea, por prohibida, era el lugar que más ilusión nos daba. Solo subimos tres veces: un Día de Reyes, a soltar globos de gas con cartas enrolladas amarradas, junto a miles de niños en la ciudad, bien organizados por Chabelo. Jamás olvidaré ese cielo. Y la vez que se hizo de noche en pleno día y lo atestiguamos por medio de un cristal ahumado, no nos fuéramos a quedar ciegos. Y cuando en la tele convocaron para despedir al Papa Juan Pablo II —que ya era mexicano—, reflejando el sol en espejos que intentaban apuntar a su avión, que dio un par de vueltas antes de desaparecer mientras lo imaginábamos asomado a su ventanilla.

Últimamente me he detenido algunas veces frente a este edificio, ya remodelado. La elegante fachada de piedra original ha sido recubierta y aplanada con yeso blanco. Lo único que permanece de aquellos tiempos es la puerta de hierro —la misma puerta por donde un mal día un servicio de mudanzas sacó la cama, los juguetes, el proyector, la pantalla, la colección de patos Donald y todo lo demás, y tomó rumbo a una ciudad lejana—. La misma puerta que fue la entrada a la libertad infantil de entonces, que ahora está siempre cerrada y con un letrero que avisa, amenazante, que uno está siendo grabado. Uno queda advertido: será sorprendido in fraganti si merodea en busca de su pasado.

El apartamento de la planta baja se deshizo de la pared de su sala y abrió un acceso a la calle. Ahora es un negocio de tatuajes. La chica que atiende me pregunta, como si nos conociéramos de siempre: “¿No quieres uno? Aquí no duele”. No puedo evitar el sentido figurado: “Ya tengo varios”, le respondo. Mientras me alejo, pienso que a mí sí me duele, justo cuando paso por aquí.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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