Por Leticia González Montes de Oca

Así le decimos, en diminutivo, de cariño. Está en mi vida desde que nací, o quizá desde antes: en mi medalla de bautizo prendida de mis primeros vestidos; en las oraciones que aprendía en mi media lengua; en esos ratitos que mi mamá nos llevaba a la iglesia a rezarle en su día, sin que tuviéramos todavía mucha idea de cómo hacerlo. En las expresiones —mías y ajenas— de sorpresa, de susto, de angustia inesperada, en que la nombramos espontáneamente: “¡Virgen Santa!”

En mis primeras visitas a La Villa, entre señoras que, en el atrio, vendían gorditas de masa envueltas en papel de china de todos colores y entre olores cálidos e irresistibles de maíz dulce, me impresionaba ver a quienes llegaban de rodillas, acompañados de algún familiar que les iba colocando enfrente un tapetito, una y mil veces, para evitar más raspones, seguro que con los que ya traían por dentro bastaba. No tenía edad para imaginar y entender el tamaño de la angustia —o agradecimiento— que cargaban.

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Después aprendí el significado de “jurarse”: la última opción cuando la voluntad y todos los remedios fallan; esa promesa de dejar de hacer algo porque daña, ante aquella figura que no pide la transformación ni exige la promesa presencial, pero que, ya que se le ha hecho parte del esfuerzo, pareciera aceptar la ofrenda y corresponder desde su silencio, aportando la fuerza que está haciendo falta. Y supe que para muchas personas ha resultado la única forma eficaz de luchar contra lo que les domina.

Recuerdo que, siendo niña, vimos por televisión, con locución de Paco Malgesto, la transmisión de su mudanza: dejaba la vieja basílica barroca para vivir en la nueva, obra del arquitecto Pedro Ramírez Vázquez, con el techo inspirado en su manto turquesa que puede cobijarnos a todos; con su banda eléctrica cuyo trayecto para pasar frente al lienzo dura el tiempo exacto —que siempre parece breve— para rezar un Ave María, que nos permite verla de cerquita unos segundos, sentir que ella también nos mira, con nuestra bandera a sus pies, recordándonos, como lo dijeron Paz, Fuentes y tantos otros, que es casi imposible ser mexicano y no guadalupano. Llevaban la tilma con el cuidado de quien transporta un tesoro, o un corazón para ser trasplantado, atravesando el atrio sobre una alfombra de flores de Huamantla, bajo el Tepeyac.

Siempre que he estado ahí me ha impactado el fervor enorme, personal, total, de quienes se acercan con las rodillas heridas, abiertas, volteando a ver la basílica antes de cada nuevo esfuerzo, convencidos de que su sufrimiento es un regalo. Solo sin juzgar, sin descalificar, sin imponer los propios criterios se comprende la entrega, la disposición de darlo todo para agradecer, pedir, o solo expresar adoración desde lo terrenal hacia lo celestial. Y no puede dejar de impresionarme la fe de quienes le hablan entre susurros, con caras sonrientes o llenas de lágrimas, con el rostro doliente, suplicante, o lleno de gratitud o de amor, transformado, con la mirada lejos de ahí, seguros de que cada palabra llega directo a la madre que los observa y escucha desde su lienzo con marco dorado.

El mismo lienzo, ayer ayate; el mismo que llegó en canoa hasta la Catedral en septiembre de 1629 para ver si podía interceder para que dejara de llover —diluviar, más bien—, aquella vez que la ciudad permaneció inundada por cinco años; el que quisieron destruir con una bomba oculta en flores, que milagrosamente no le causó daño, solo enchuecó un crucifijo de hierro que está exhibido, como un hijo defensor; el mismo que hubo de ser escondido por tres años en el doble fondo de un ropero en casa de la familia Murguía, en la calle República de El Salvador, en el centro de la ciudad, durante los tres años de guerra cristera.

Cada noche del 11 de diciembre me desvelo para ver Las Mañanitas. Me conmueven los rostros de los mariachis y de los cantantes, sobre todo el de María Victoria, tomando el micrófono con manos implorantes. Me es fácil distinguir entre quienes participan como en una presentación televisada más y quienes, al cantarle, le hablan en verdad, le rezan cantando, se conmueven, dejan de pensar en las cámaras y la ven solo a ella, y se sienten honrados de estar ahí.

Una de esas noches quise recorrer Reforma para ver las peregrinaciones. Pudimos llegar muy cerquita de la Calzada de los Misterios. El sentimiento me había contagiado; cuando las patrullas nos cortaron el paso, dejamos el coche y seguimos caminando. Treinta calles entre el gentío, como si no hiciera frío: niños pequeños en los hombros de sus padres; vecinos con mesas en sus banquetas, ofreciendo agua y comida; bicicletas adornadas con vírgenes enmarcadas con foquitos; sorteábamos cobijas con personas que esperaban el amanecer debajo de ellas; un río interminable de gente de todos los estados que, con estandartes bordados y adornados con cariño de todas las formas posibles, fluía por el centro del camellón, a punto de desbordar. Los que llevaban 6 horas, 12 horas peregrinando; o 7 días. La devoción en su máxima expresión. El fervor guadalupano en carne viva.

Creo que sin importar el grado de religiosidad, da orgullo encontrarla fuera del país: imaginar la historia detrás de cada arreglo de rosas en la Catedral neoyorkina de San Patricio, entre veladoras y paisanos mojados, hincados; o en Notre Dame, a donde llegó a modo de disculpa por esa mexicana que eligió el sitio para quitarse ahí la vida. A mí se me apareció en una iglesia de Lyon, Francia, su imagen flanqueada por la frase reconfortante dirigida a Juan Diego —y a quien pueda necesitarla—, en cuatro idiomas, incluido el náhuatl: ¿No estoy yo aquí, que soy tu madre?

Ya de madre —yo— repetí la historia, contándola como un cuento sobre nuestras raíces: las rosas cayendo del ayate; las siluetas reflejadas en sus ojos; las estrellas del manto correspondiendo a constelaciones; los agradecidos exvotos. Una historia que casi 500 años después sigue vigente: para unir, hermanar y dar identidad a esta nación fusión de razas, tradiciones y visiones; para encomendarse en el deseo de que todo salga bien, como lo hace un enfermo, una mujer a punto de ser madre, como lo hace siempre un clavadista de La Quebrada, un torero, la selección de futbol, con todo y su afición; para sentir consuelo al hablarle cuando se extraña la tierra, la familia o a los que ya partieron; para encontrar esperanza cuando el resto de las puertas están cerradas; para soportar dolores, para ser mejores, para que la paz sea con nosotros.

Entre explicaciones racionales sobre su origen e investigaciones que conducen a datos del manto inexplicables por la ciencia; entre los escépticos que aseguran que todo fue un invento y los creyentes a ciegas que escuchan las palabras del relato original, en el Nican Mopohua, y las sienten dirigidas a sí mismos; entre quienes se esfuerzan en minimizar su importancia y quienes observan que nada ha hecho más por la fe de un pueblo como esa imagen, su mirada en el inusual lienzo se mantiene impasible, serena, compasiva, comprensiva.

Como cada año, te canté en silencio Las Mañanitas. Feliz cumpleaños, Virgencita.

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