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Por Lilian Briseño

Nos queríamos tanto, hasta que nos dejamos de querer.  Ésta parece ser la lógica que ha imperado en la política mexicana en todos los niveles, pero muy especialmente en el Ejecutivo.  

La frase viene a cuento por lo mucho que se ha hablado sobre el ascendente tan poderoso de López Obrador sobre Claudia Sheinbaum, que difícilmente se puede negar o ignorar. Sin embargo, la gran pregunta que todos nos hacemos es si realmente el expresidente (a quien Claudia sigue llamando presidente) seguirá manejando los hilos que mueven al país o ella terminará por imponer su propio estilo de gobierno.

Si aceptamos que la historia ilustra, debemos entonces recorrer un poco de nuestro pasado para ver si esta premisa se ha mantenido en México o, más bien, la llegada a la presidencia ha terminado por dar al traste con relaciones que en algún momento se consideraron sólidas o amistosas entre el presidente saliente y el entrante. 

Álvaro Obregón, por ejemplo, luchó en las fuerzas del ejército constitucionalista de la mano de Carranza, pero cuando éste no optó por él para sucederlo en el Ejecutivo, la rebelión de Agua Prieta, obligó al presidente a huir para ser finalmente asesinado en Tlaxcalantongo.  El grupo Sonora, con Obregón, Adolfo de la Huerta y Plutarco Elías Calles quedaría al frente del país.

Sin embargo, cuando Obregón debió decidir entre sus dos amigos sobre quién lo sucedería, eligió a Calles lo que ocasionó que de la Huerta, se enojara y le organizara una nueva rebelión sin afectar el resultado final pero terminando así con una camaradería de años.  En buena medida, La sombra del caudillo narra el choque y los modos y costumbres que caracterizarían a la política posrevolucionaria desde entonces (a balazos y traiciones).

Poco después, siendo Calles presidente (1924-1928), Obregón se las arregló para reelegirse y lanzarse de nuevo a la presidencia, cosa que no gustó mucho a don Plutarco que tenía otras intenciones pero que se vio obligado a aceptar.  

Sin embargo, una vez reelecto presidente, Obregón fue asesinado por un fanático religioso sin que se haya descartado del todo que pudo haber sido el propio Calles quien estuvo detrás del magnicidio.

“Haiga sido como haiga sido” (dirían los clásicos), Calles logró mantener el control del país durante los siguientes seis años vía el Maximato, e intentó prolongarlo aún más con la designación de su hijo político Lázaro Cárdenas.

Pero este hijo le saldría también respondón y malcriado, y mandaría a su padre putativo muy lejos. No tanto como la finca de AMLO, pero sí hasta California en Estados Unidos. Los otrora íntimos amigos, compinches de la revolución y líderes del grupo Sonora, terminarían sumamente distanciados, exiliados o muertos.  De poco les serviría haber llegado al poder en función de su amistad.

Y es que, tal y como han sido las cosas en este país, el presidente saliente no queda generalmente en buenos términos con el que entra, y de esto hay varios ejemplos más cercanos aún que aquellos del México posrevolucionario.

Por ejemplo, a pesar de haber sido parte de su gabinete y el “elegido” para sucederlo, Luis Echeverría desconoció casi casi a Díaz Ordaz tras su toma de posesión, en un intento por deslindarse de la matanza del 68. Tanto, que se dice que no se volvieron a hablar después de la toma de posesión de LEA.

Por su parte, Miguel de la Madrid, a quien el “dedazo” de López Portillo había “ungido” para sucederlo, criticó fuertemente la corrupción imperante en el gobierno de su antecesor, lo golpeó con su lema de la renovación moral y metió a la cárcel a dos de sus muy cercanos colaboradores acusándolos de fraude y corrupción (Díaz Serrano y el “Negro” Durazo). Evidentemente no quedaron como buenos amigos los antiguos colegas.

Finalmente, Ernesto Zedillo, quien fue secretario de Programación y Presupuesto y de Educación con Salinas de Gortari, se pelearía con éste para ver quién había sido el verdadero responsable de la crisis económica que se desató en el país tras el llamado “error de diciembre”.  Y en un afán de pintar su raya con el expresidente, metió incluso a la cárcel al llamado hermano incómodo, Raúl Salinas.

Así pues, la historia nos pone ejemplos muy claros de cómo hasta los mejores amigos se pelean cuando el poder o el dinero está de por medio.  No es de presumir, pero aquellas palabras del historiador Daniel Cosio Villegas, en el sentido de que en México existe una “monarquía sexenal hereditaria en línea transversal”, parecen seguir teniendo sentido a más de cincuenta años de haber sido pronunciadas y después de que tres partidos políticos distintos han ocupado el ejecutivo.  Gatopardismo le llaman: que todo cambie para que no cambie nada.

AMLO no pudo dejar el poder a alguno de sus hijos biológicos, pero sí a su hija putativa (tal y como lo hizo Calles con Cárdenas) y, al hacerlo, le entregó, voluntaria o involuntariamente, todo el poder.  Ahora toca esperar para ver si el pasado se repite y Claudia se empodera o una nueva historia se escribe y el expresidente conserva el poder, escenario que ningún demócrata desearía. El tiempo lo dirá.

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