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Por Linda Atach Zaga

“Cada uno tiene el máximo de memoria para lo que le interesa 

y el mínimo para lo que no le interesa.”

Arthur Schopenhauer

 

En el ámbito de lo individual la memoria es una herramienta de seguridad. Sabia y fiel, la memoria bien ocupada puede salvar a un niño de tropezar con la misma piedra o provocar al compañero que días antes le dio una golpiza.

Con la sociedad y el Estado las cosas son distintas: en estos espacios la memoria se guarda como un referente histórico que acaba por manipularse, almacenar lo conveniente y desaparecer las verdades irritantes. Así, el problema es que lejos de analizarse para generar el aprendizaje y la no repetición, muchas veces la memoria se adapta para politizar, dividir y, sobre todo, minimizar las responsabilidades de un presente que insiste en recordar los errores del pasado con el propósito de culpar a otros y justificar su inacción e incapacidad. 

Como muchos saben, la memoria histórica es un término relativamente joven y si bien provine de Platón y siglos después de las interpretaciones de historiografía -la escritura de la historia desde la hegemonía- podemos afirmar que, salvo algunas excepciones, su uso responde a los horrores del Holocausto y la Segunda Guerra Mundial.

A pesar de estas ideas, el caso de México es relevante y no siempre se adapta a las generalizaciones. Nacido de un relato que se convirtió mito fundacional, nuestro país se construye en torno a un panteón de héroes que hasta el día de hoy reclaman su parte en la narración, pero también a partir de imágenes y eventos que han marcado nuestra cultura visual gracias a un arraigado repertorio sentimental que nos urge actualizar.

Ya no somos el México de los buenos y malos del discurso de la Independencia y la post-revolución sacralizados en los muros de sus edificios más emblemáticos. Tampoco somos el país que éramos cuando nos sorprendió el 2 de octubre de 1968, ni dónde se asesinó a sangre fría a Lucio Cabañas, ni el pueblo que escandalizó al mundo con la desaparición de los 43 normalistas de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos de Ayotzinapa, no. 

Nos han dejado clarísimo que somos, desde la mañana del 1º de diciembre de 2018, un Estado gobernado por un Movimiento de Regeneración Nacional mismo que, según aclara, se desmarca completamente de las equivocaciones del pasado para reconstruir un país digno y sin pobres, una nación libre de la violencia, la desaparición, el feminicidio y todos los crímenes que hoy marcan nuestro día a día y que pase lo que pase, la memoria y la verdad codificarán en sus archivos.

Si en serio buscamos cambiar, sería fantástico que nuestra presidenta -en quien aclaro, sí confío-, deje de ocupar la memoria para exigir y esperar disculpas de medio mundo. 

Las cosas ya no son así. No podemos continuar actuando igual si buscamos resultados distintos. Celebro que Claudia haya instituido una disculpa pública dirigida a los familiares de los estudiantes muertos en 1968, pero ya es momento de que el poder hable y revise las masacres de la familia Lebaron, la desatención a los niños con cáncer, el crimen que recién le quitó la vida al alcalde Chilpancingo, los veinte feminicidios que suceden en México cada día, la censura y muerte de periodistas, los padres y madres buscadores, los defensores de los derechos humanos y ambientales, los muertos hallados en fosas clandestinas y los más de 200,000 mil desaparecidos en el sexenio de AMLO. 

Desbordante de wishlists, aprovecho para pedir una plaza dedicada a la memoria de las víctimas de los últimos seis años. También, que a dicho memorial se le puedan incorporar nuevos nombres e historias y poner de manifiesto la completa aceptación de la corrupción, la violencia y la impunidad que nos han puesto en donde estamos.

Al final, la memoria es cohesión y reconciliación y eso es justo lo que necesitamos para que nuestra presidenta concrete con éxito todo lo que deseamos para México. La memoria llama a la acción. Sólo es cuestión de conciencia.

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@lindaatachz

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