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Por Linda Atach Zaga
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A lo largo de la historia, la mujer ha sido más que un fenómeno de la naturaleza, más que un componente de la sociedad, más que una criatura humana, un mito.

-Rosario Castellanos, Mujer que sabe Latín, 1973.

 “Una dama no conoce su cuerpo ni por referencias”, “la señorita se desplaza a tientas en una anatomía de la que tiene nociones equívocas y desemboca con sorpresa, con terror y hasta con escándalo, en pasadizos oscuros, en sótanos cuyo nombre es secreto del otro”.

Desbordantes de sinceridad y conciencia, estas frases demuestran la habilidad de Rosario Castellanos para interpretar lo oculto de la naturaleza humana y su sueño por revertir la condena de las mujeres al silencio eterno.

Oriunda de la Ciudad de México, Castellanos pasó su infancia y adolescencia en Comitán de Domínguez, Chiapas, en medio del desprecio y la desigualdad. Hija de una machista familia de terratenientes que quedó en la ruina después de la Reforma Agraria, a los ocho años, la pequeña lloró tanto la muerte de su hermano de siete, que en momentos deseó haber sido ella quien muriera con el fin de evitar a sus padres la pérdida de su único hijo varón.

Huérfana a los veintitrés, Rosario volvió a la capital e ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde años más tarde dictó cátedra y conoció al filósofo Ricardo Guerra Tejeda, con quien se casó en 1958.

No es de extrañar que el matrimonio durara sólo 13 años. Una mujer tan grande no podía tolerar las infidelidades y el mal ejemplo que su marido daba a su único hijo, Gabriel, y mucho menos vivir en carne propia las consecuencias de un machismo que empezaba a entender y denunciar.Sobre Rosario se han escrito infinidad de artículos y publicado decenas de antologías. Si bien de forma más humilde, pero no menos respetuosa, hoy aprovecho la conmemoración del centenario de su nacimiento para subrayar que en su lucha por la dignidad de las mujeres, en muchas ocasiones Castellanos privilegió la intuición sobre la lógica, pues para esta ella era más importante lo que veía y creía, lo que sentía en carne propia. Eso que pocas nos atrevemos a decir.

En este sentido, vale la pena aclarar que Rosario Castellanos pensaba y ejecutaba desde los dilemas inherentes a las mujeres, lejana siempre de las supuestamente ordenadas y frías dinámicas mentales de los hombres. A la escritora no le atraía la idea de igualarlos, ni mucho menos superarlos —como lo trataron de hacer muchas otras feministas de su tiempo—, en cambio, ella optó por el sentimiento para desentrañar las verdades alejadas de lo visible.

Y lo hacía orgullosa, aún con el riesgo a que el ejercicio le resultara contraproducente, hasta confinarla en el injusto lugar de la “inestabilidad emocional”.

Nuestros imaginarios colectivos hablan por sí mismos: ¿Quién no ha dicho alguna vez que las mujeres sucumbimos con mayor facilidad a las explosiones de amor y de furia?, ¿por qué será que la historia nos ha hecho ver como “histéricas”, “irritables” o “almas enajenadas” que pierden la razón ante la primera provocación de los equilibrados varones? Describir la situación de las mujeres de su tiempo requería de una sofisticada identificación de las emociones y las sensaciones sobre el propio cuerpo, algo que no se daba mucho en la década de los setentas, o por lo menos no de esta forma.

Lejos de aferrarse y gritar que las mujeres podemos ser tan objetivas y prácticas como los hombres y buscar demostrar facultades superiores, Castellanos tuvo la profundidad necesaria para atreverse a describir la hipocresía femenina como “la respuesta que a sus opresores da el oprimido, que a los fuertes contestan los débiles, que los subordinados devuelven al amo. […] consecuencia de una situación, reflejo condicionado de defensa —como el cambio de color en el camaleón— cuando los peligros son muchos y las opciones son pocas.”

Sabias y atrevidas, las reflexiones de Rosario ponen de manifiesto que las particularidades y la unicidad de las mujeres son nuestra mayor fuente de poder.

A ella le quedaba claro que el antagonismo y la sensación de superioridad del hombre hacia “la mujer mito”, “la mujer débil”, no eran —y siguen siendo— más que un grito de su propia debilidad e incluso de su temor hacia lo desconocido. El mismo temor que hoy se activa a través de la violencia de género, la violencia económica, vicaria y laboral, pero sobre todo, los más de veinte feminicidios que manchan nuestro país cada día.

Honrar a la que fuera Embajadora de México en Israel, madre, escritora, filósofa, maestra y militante, nos recuerda el enorme potencial que tenemos las mujeres mexicanas. Sólo nos queda seguir su ejemplo.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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