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Por Linda Atach Zaga

Inspirada en la exposición Infancias en silencio.

“Es más fácil pensar que el peligro acecha en las calles que en casa.”

–María Babiloni.

A pocos días del fin de las vacaciones, celebro que falte cada vez menos para que los niños regresen a la escuela, aunque me haga inmensamente feliz que en julio y agosto el tráfico mejore, los horarios sean más relajados y tengamos la calma para apreciar el brillo del sol y los atardeceres.

Afirmo esto porque siempre preferiré que las infancias y adolescencias asistan a la escuela, hagan deporte, lean, escriban, socialicen, gocen, rían, y hasta que se metan en una que otra pelea. Al fin y al cabo, la vida real se trata de eso.

Lo digo porque las vacaciones de hoy son más sofisticadas que la feliz y larguísima temporada de nuestra infancia marcada por la ilusión de levantarme tarde y cambiar el uniforme y los maestros por la aventura de ir al súper o al mercado con mi madre y gozar de los premios al buen comportamiento, como las salidas a la feria con los primos, al zoológico y al parque o si ya de plano, me iba muy bien, al cine y al Museo de Antropología; ahí nació mi amor por la historia, el arte y por supuesto, empaparme en el glorioso paraguas prehispánico de Ramírez Vázquez y Chávez Morado . 

No niego que las vacaciones de hoy repliquen parte de lo que yo hacía de niña, la diferencia es que, al estar a casa, la única pantalla que yo podía ver era la de la televisión de la sala, misma que se apagaba a las ocho, porque esa era la hora de irnos a dormir y arrullarnos con un cuento apresurado, sin computadora, celular, ni dispositivo capaz de atraparnos en el abismo digital que hoy cautiva a al menos 8 de cada 10 niños entre los 7 y los 11 años.  

Creo que cada vez se vuelve más necesario comprender que el hogar no siempre es un refugio, ni la recámara de los niños y niñas, un espacio seguro. 

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