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Por  Lourdes Encinas

Mientras leía un reportaje sobre el centro de exterminio en Teuchitlán, Jalisco, y la posible existencia de otros sitios similares en Coahuila y Tamaulipas, la radio local informaba sobre el hallazgo de una fosa clandestina con cuatro cadáveres en el camino que conduce a una mina, apenas a 30 kilómetros de la ciudad de Hermosillo.

Cuando no es en Sonora es en Sinaloa o en Guerrero o en Michoacán… En 2023, Quinto Elemento Lab documentó la existencia de 5,696 fosas clandestinas en México, casi una por día desde 2007. La Comisión Nacional de Búsqueda reporta 124,264 personas desaparecidas hasta el 17 de marzo de 2025, pero los colectivos consideran que la cifra real podría duplicar la oficial.

Esta realidad refleja la magnitud de un problema que se ha vuelto sistémico. Ya no queda país sin ser tocado por la violencia del crimen organizado que detonó la crisis actual de las desapariciones forzadas.

Sólo quien se niega a ver ignora la gravedad de esta crisis y la tragedia que supone para la sociedad mexicana, con cientos de miles de familias marcadas por la incertidumbre y un duelo perpetuo.

Además, estas familias se ven obligadas a salir a buscar a sus desaparecidos debido a la inacción de las autoridades, que, con frecuencia, las revictimizan para encubrir sus propias deficiencias. Han tomado una responsabilidad que no les corresponde: madres que se convierten en forenses, hermanos que asumen el rol de investigadores, y familias enteras que se transforman en brigadas de búsqueda

Esta realidad recuerda una frase de nuestra infancia: "Y si yo lo encuentro, ¿qué te hago?", que escuchábamos de nuestra madre, abuela o tía cuando no dábamos con el objeto que nos pedían buscar, pero que ellas hallaban de inmediato en el mismo lugar. No necesitaban hacer nada, pues la humillación implícita en nuestra ineptitud era suficiente.

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