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Por Lourdes Encinas
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No hay libertad si el poder de la justicia no está separado de los poderes Legislativo y Ejecutivo. La libertad no tendrá nada que temer de la judicatura sola, pero sí tendrá todo que temer de la unión de ésta con cualquier de los otros departamentos.

Alexander Hamilton, Papel Federalista No. 78.

Este 1° de septiembre de 2025, México inicia una nueva era judicial, con la instalación de la nueva integración de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) y la toma de posesión de juezas, jueces y magistrados electos por voto popular.

Se cierra así un ciclo de la Corte que, sobre todo en su décima y undécima época, fue garantista y defensora del control constitucional y convencional. Desde hoy, el diseño constitucional es otro: la reforma que reconfiguró el Poder Judicial no fue un ajuste menor, sino la eliminación de una de las últimas barreras frente al poder político. 

El nuevo modelo judicial se presenta como una promesa de democratización. La elección popular de jueces y ministros, bandera de Andrés Manuel López Obrador y continuada por Claudia Sheinbaum, promete acercar la justicia al pueblo. 

Pero la experiencia internacional es ambigua. En Bolivia, las elecciones judiciales derivan en retrasos, politización y cuestionamientos de legitimidad. En Estados Unidos, donde algunos jueces estatales son electos, se multiplican las presiones de grupos económicos y partidos en campaña. La imparcialidad, en realidad, depende menos de las urnas y más de reglas claras, profesionalismo y estabilidad en las carreras judiciales.

La historia mexicana muestra que la tentación de someter a los jueces siempre ha estado presente. El presidencialismo del siglo XX entendió que controlar la SCJN era controlar el límite de la ley. Las reformas de los noventa y los intentos por robustecer la independencia judicial apenas ofrecieron un respiro. Hoy, bajo la bandera de la transformación, el riesgo es regresar a un modelo de justicia subordinada, pero ahora legitimada con el discurso del pueblo detrás de cada designación.

Es cierto que el viejo esquema judicial estaba lejos de ser perfecto. Las acusaciones de nepotismo, privilegios, elitismo y falta de apertura, mancharon a la SCJN y a los tribunales. Era evidente que algo debía cambiar. Pero cambiar no significa desmantelar sin construir un piso sólido. 

La independencia judicial, aunque imperfecta, era un contrapeso necesario frente a los abusos del poder. Si se debilita, no serán los ministros en retiro ni los partidos de oposición quienes paguen el costo, sino la ciudadanía que se quedará sin árbitros confiables en las disputas más delicadas.

Morena argumenta que la reforma acabará con los privilegios y abrirá las instituciones a un acceso más democrático. Pero la democracia no es sólo para las mayorías; es también proteger a las minorías, garantizar derechos a los más vulnerables y mantener a jueces capaces de decir “no” incluso al poder más popular.

El impacto ciudadano de esta transición es profundo. México ya enfrenta una crisis estructural de justicia: menos del 10% de los delitos se resuelven satisfactoriamente (México Evalúa), la impunidad es endémica y los grupos en desventaja encuentran barreras casi insalvables. Con este rediseño, la incertidumbre se multiplica: ¿qué pasará con los casos en curso?, ¿cómo se sostendrán los precedentes jurisprudenciales?, ¿los nuevos jueces tendrán experiencia suficiente para abordar litigios complejos?

La SCJN saliente había desarrollado criterios clave, especialmente en reconocimiento de derechos humanos y protección de grupos vulnerables. La incógnita es si esa agenda sobrevivirá a una Corte reconstruida bajo nuevas lealtades.

La justicia mexicana nunca ha sido plenamente libre ni plenamente sometida; siempre ha oscilado en esa frágil frontera entre la presión política y la resistencia institucional. hoy, esa balanza podría inclinarse de manera irreversible. 

El futuro inmediato es incierto. Pero hay algo claro: si la Corte deja de ser tribunal constitucional para convertirse en coro, lo que se habrá derrumbado no es sólo el viejo esquema judicial, sino la esperanza de que, en México, el derecho pueda estar algún día por encima del poder.


Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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