Por Luciana Wainer
Los atletas olímpicos vuelan como si la gravedad fuera cosa de tontos. Las gimnastas que con sus piernas dibujan círculos perfectos en el aire; las nadadoras que se zambullen en el agua sin salpicar una gota, como si implosionaran en silencio; los lanzadores que con sus troncos como rocas hacen que los discos, las balas y los martillos lleguen mucho más lejos que lo más lejos. Y mientras ellos —ellas— flotan, levitan, empujan y saltan, yo, del otro lado de la pantalla y en franco contraste, encarno a la gravedad en persona. Un (nuevo) contagio de COVID-19 me tiene hundida en el colchón comprobando que, en efecto, la Tierra sí ejerce su poder de atracción. Pero fue precisamente en esta pausa covidiana que encontré tiempo para ver los Juegos Olímpicos. Debí haberlo hecho antes.
Reconozco que la periodista Luisa Cantú, mi compañera en el noticiero matutino de Radio Chilango y colega de Opinión 51, me advirtió: «hay que contar las noticias que van más allá del deporte», dijo. Pero yo no lo entendí. Seguramente, porque mi noción deportiva no pasa del resumen que dan las colegas especializadas o el video del momento en el que la delegación de México entra en acción que me encuentro en redes sociales. Por eso, no pretendo, de ninguna manera, escribir sobre deporte; más bien empiezo con el deporte para escribir sobre nosotras y nosotros: los tontos olímpicos que nos aferramos a la gravedad y, aun así, las piruetas y saltos y zancadas nos interpelan para hablarnos de quiénes somos.