Por María del Carmen Alanís

Hace unos días, la presidenta de la República anunció la creación de una Comisión para promover una nueva reforma electoral. El momento no puede ser más delicado. Venimos de una elección judicial profundamente cuestionada, con una participación bajísima, una cifra récord de votos nulos, y una preocupante sensación de retroceso democrático. La desconfianza ciudadana en las instituciones se ha intensificado, y el riesgo es que una reforma electoral mal diseñada, impuesta o apresurada, termine debilitando aún más nuestra democracia.
Por eso, un grupo de exconsejeras y exconsejeros, exmagistradas y exmagistrados electorales —personas que hemos dedicado nuestras vidas a construir y fortalecer el sistema electoral mexicano— decidimos alzar la voz con un llamado respetuoso, pero firme: la reforma electoral debe ser producto del diálogo y del consenso.
Las reformas electorales más importantes en las últimas décadas han sido resultado de acuerdos amplios entre las fuerzas políticas, las autoridades, la academia y la sociedad civil. No han sido decisiones unilaterales del poder. Por el contrario, han sido conquistas graduales que nos permitieron pasar de elecciones cuestionadas y controladas por el gobierno, a procesos confiables y transparentes que han dado lugar a la alternancia y a la pluralidad.
Reformar las reglas del juego democrático exige más que una mayoría legislativa. Requiere escuchar todas las voces, incluso aquellas que no representan la mayoría numérica, pero que sí encarnan principios democráticos fundamentales. Porque la democracia no es solo el gobierno de la mayoría: es también la protección de los derechos de las minorías y la garantía de un piso parejo para la competencia política.
Este comunicado no es una simple expresión de preocupación. Es un posicionamiento político, técnico y ético ante un momento decisivo para el futuro de la democracia mexicana.
Cuando se trata de una reforma que modifica los postulados constitucionales y transforma el modelo electoral del país, no basta con la legitimidad que da la mayoría en el Congreso. Si aspiramos a ser una democracia participativa e incluyente, no podemos reducir la deliberación a un ejercicio simbólico ni a una simple consulta popular. Es indispensable incluir a todas las fuerzas políticas que integran uno de los Poderes del Estado: el Poder Legislativo.
El consenso no es sinónimo de unanimidad, pero sí implica un compromiso con la inclusión, con el reconocimiento de las diferencias y con la construcción de acuerdos que trasciendan los ciclos electorales. Una reforma electoral impuesta desde el poder puede satisfacer intereses coyunturales, pero no construye institucionalidad democrática. Por el contrario, una reforma discutida, enriquecida y acordada entre diversas voces, fortalece al Estado y devuelve confianza a la ciudadanía.
Llamar al diálogo no es claudicar: es ejercer con responsabilidad nuestra vocación democrática. Y convocar al consenso no es ceder, es construir.
Si las reglas del juego democrático las construye solo una de las partes, entonces es un juego en cancha dispareja, cargada hacia uno de los lados. Y si las reglas se desconocen de origen, porque no se participó en la elaboración de las mismas, se rompe la esencia democrática del juego. Si las normas para acceder y transmitir el poder están sesgadas hacia una de las partes, porque solo participó quien actualmente tiene la mayoría, entonces también dejan de ser democráticas.
Justo ese es el llamado al consenso. Para un juego parejo, entre iguales, las reglas las deben construir todas las partes.
En nuestro comunicado, proponemos al menos seis ejes que deben considerarse para una reforma electoral de alto calado y con integridad:
- Corregir las distorsiones en la representación política.
- Preservar la autonomía de los organismos electorales, así como su profesionalización.
- Designación de consejerías y magistraturas.
- Mantener el control del padrón y la credencial para votar en manos del INE.
- Establecer un sistema efectivo de fiscalización.
- La designación de jueces y magistrados debe basarse en el mérito y la carrera judicial.
Estos puntos son aprendizajes acumulados de décadas de trabajo electoral. Son también un reflejo de las mejores prácticas internacionales en materia de integridad electoral.
La democracia mexicana está en una encrucijada. O fortalecemos sus cimientos a través de un proceso deliberativo, técnico y plural, o abrimos la puerta a reformas regresivas que sirvan a intereses coyunturales y no al interés público.
México merece una reforma electoral seria, una conversación abierta. Y sobre todo, merece instituciones que sigan siendo garantía de elecciones libres, auténticas y equitativas.
Nuestra voz es solo una entre muchas. Pero es una voz que conoce, que ha vivido desde dentro el sistema electoral, que lo ha defendido en los momentos más difíciles y que hoy vuelve a hacerlo con convicción y responsabilidad.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

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