Por María del Carmen Alanis
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Desde la reforma constitucional de 2019, México asumió un compromiso de fondo: la paridad en todo. No fue un gesto simbólico ni una concesión política, sino el reconocimiento constitucional de una desigualdad estructural que había excluido históricamente a las mujeres del ejercicio real del poder. El mandato fue claro: avanzar hacia la igualdad sustantiva, conforme a los artículos 1º, 4º y 41 de la Constitución, no conformarse con cumplimientos meramente formales.

Sin embargo, seis años después, el espacio donde la resistencia ha sido más sofisticada y persistente es el de los cargos ejecutivos unipersonales, particularmente las gubernaturas. Ahí donde el poder no se comparte, sino que se concentra, la paridad no ha avanzado por voluntad partidista, sino por acciones afirmativas emitidas por las autoridades electorales administrativas y por litigio estratégico. No es casual que los avances más relevantes hayan sido producto de criterios reiterados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que ha sostenido que la paridad es un piso mínimo y que su cumplimiento puede requerir medidas reforzadas frente a resistencias estructurales.

Conviene decirlo con claridad: la paridad no es el problema. Tampoco lo es la alternancia. El verdadero problema es la captura del discurso de igualdad para preservar el control del poder. Durante estos años hemos observado patrones reiterados documentados por el propio Instituto Nacional Electoral: mujeres postuladas en entidades no competitivas, candidaturas sin respaldo real, sustituciones posteriores, presiones para renunciar y reformas con vacatio legis diseñadas para diferir la exigibilidad constitucional.

Hoy ese patrón adopta una forma aún más preocupante: la instrumentalización de la paridad para habilitar el nepotismo.

Algunas reformas electorales locales que establecen reglas de paridad o incluso candidaturas exclusivas de mujeres para gubernaturas pueden leerse, en abstracto, como acciones afirmativas reforzadas frente a incumplimientos sistemáticos. Desde una perspectiva constitucional y conforme a estándares internacionales de igualdad sustantiva, estas medidas no son necesariamente desproporcionadas si buscan corregir una exclusión histórica y persistente. (Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer. CEDAW)

Pero la constitucionalidad formal no agota el análisis. Existe una línea roja que no debe cruzarse: cuando la paridad se utiliza como vehículo para transferir el poder dentro de una misma red familiar, el espíritu de la reforma se vacía de contenido. La paridad constitucional no fue diseñada para que el poder pase del esposo a la esposa, del hermano a la hermana o del padre a la hija. Fue concebida para abrir el sistema político y redistribuir el poder, no para reproducirlo bajo una nueva retórica.

Cuando una acción afirmativa coincide sospechosamente con la pretensión de postular a la cónyuge del gobernante en turno, la medida puede conservar legalidad formal, pero pierde legitimidad democrática. Y ese costo no es menor: la legitimidad es un componente esencial del principio de igualdad en una democracia constitucional.

El nepotismo disfrazado de paridad produce al menos tres efectos corrosivos. Primero, desnaturaliza la acción afirmativa, convirtiéndola en una coartada jurídica. Segundo, erosiona la credibilidad de la agenda de igualdad, alimentando el escepticismo y el rechazo ciudadano. Tercero, contamina a todas las mujeres, incluso a aquellas con trayectoria, mérito y legitimidad propios, al instalar la narrativa de la continuidad familiar del poder.

A este escenario se suma la reciente reforma federal que prohíbe el nepotismo, pero difiere su entrada en vigor hasta 2030 mediante disposiciones transitorias. Reconocer el problema y postergar su corrección es una contradicción normativa y ética difícil de justificar. Desde la óptica del derecho a la igualdad y del principio de progresividad, el nepotismo no es reprochable dentro de cinco años: lo es hoy.

En el ámbito local, en cambio, sí existe margen inmediato de acción. Los congresos estatales pueden —y deben— establecer reglas claras de paridad y alternancia acompañadas de prohibiciones efectivas al nepotismo en candidaturas. Reglas generales y abstractas, sin destinatarias identificables, coherentes con el mandato constitucional y con entrada en vigor inmediata. Todo lo demás es simulación normativa.

La paridad es un mandato constitucional y una condición mínima de justicia democrática. Pero su fuerza depende de su coherencia ética y jurídica. Si se usa para perpetuar el poder, fracasa. Si se convierte en un mecanismo de herencia política, pierde autoridad moral.

Las mujeres no pedimos atajos ni privilegios. Exigimos reglas limpias. La igualdad no se hereda. Se ejerce.

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@MC_alanis

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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