Por María del Carmen Alanis
Hace unos días el 10% del electorado salió a las urnas, y por otra parte, el Monumento a la Revolución volvió a llenarse de voces y personas dispuestas a defender la democracia. No fuimos a votar, y no por apatía. Nos movilizamos para denunciar una elección judicial diseñada no para garantizar justicia, sino para perpetuar el control político sobre el Poder Judicial. La abstención, en este caso, fue un acto legítimo de resistencia cívica.
Quienes acudimos a esa marcha nacional sabíamos que no era una elección auténtica. Sabíamos que los nombres de las personas juzgadoras ya estaban definidos, que las boletas eran sólo una escenografía para legitimar lo que se decidió desde el poder. Lo supimos cuando vimos los "acordeones" repartidos por operadores políticos, instruyendo a los votantes por quién debían marcar. Lo confirmamos al ver cómo se instalaban mecanismos de coacción, intimidación y presión desde partidos y estructuras gubernamentales.
La elección judicial del 1 de junio no fue un ejercicio de soberanía popular, fue una parodia democrática.
México ha recorrido un largo camino para construir instituciones electorales sólidas, confiables y profesionales. Hemos peleado durante décadas por un voto libre, secreto e informado. Sabemos lo que implica organizar elecciones limpias, y también sabemos cuándo los procesos pierden legitimidad. Esta elección judicial violó cada uno de los principios de integridad electoral: no hubo equidad, no hubo transparencia, y sobre todo, no hubo libertad para elegir.
Recordé, en ese momento, los años de lucha por nuestra transición democrática. Aquel México de partido único, donde las elecciones no ofrecían incertidumbre, sino certidumbre del triunfo oficialista. Por eso duele tanto ver cómo se desmantelan -uno a uno- los contrapesos que sostienen nuestra frágil democracia. Y cómo se intenta disfrazar ese desmontaje con consultas populares vacías o votaciones masivas sin contenido real.
El discurso del oficialismo intenta minimizar lo ocurrido. Dicen que quienes no votamos no somos demócratas. Que cuestionar la elección judicial es un delito. Pero la verdadera amenaza a la democracia no está en la crítica, sino en la simulación.
La reforma judicial -aislada, centralista, sin diagnósticos reales y sin respeto a la carrera judicial- no mejorará el acceso a la justicia. Sólo reemplazará a unas personas juzgadoras por otras, no por sus méritos, sino por sus lealtades. Y esas lealtades no estarán con la Constitución, sino con quienes las colocaron ahí.
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