Por María Alatriste
Mi papá tiene una infección seria y últimamente casi no puede moverse. Arrastra tres años peleando con una fractura caprichosa y con un sistema de salud que exige paciencia cuando lo que una necesita es urgencia. Mi mamá fue quien dijo sin rodeos: “Es hora de comprar una cama de hospital”. Yo asentí, salí a buscarla… y por una razón extraña terminé en una mueblería con camas eléctricas que daban masaje. No eran para enfermos: eran de lujo, de spa, de “todo irá bien”.
Me encapriché. Mi esposo preguntó “¿para qué?”, pero yo ya me había contado una historia: esa cama era para mí una pequeña solución en medio de tantas esperas (el hospital, los médicos, los insumos). La compré sin consultar a mi papá ni a mi mamá. Impulsiva, sí. Ilusionada, también.
Volví a casa de mi mamá y papá entusiasmada, convencida de que había conjurado esa estética fría de habitación de hospital. “No tendrás que usar una cama de hospital”, le dije a mi padre con tremendo orgullo. Como si hubiera tenido una epifanía “Tu cuarto no tiene por qué parecerse a un hospital”.
La respuesta me desarmó.
“Al comprar una cama así me obligas a pensar que quizá no volveré a salir de ella”, dijo.
Yo había querido animarlo; él escuchó rendición. “La cama de hospital se podría vender cuando yo ya no la necesite”, añadió.
Pensé en todo menos en eso. Me sentí torpe. Además, el esquema de los nueve meses sin intereses en que la compré se volvería un recordatorio de cómo, a veces, una hace algo “bueno” y resulta todo lo contrario. No pude evitar llorar de frustración en secreto.
Intenté cancelar la compra. La tienda fue inflexible. Mi mamá, dulce cómplice, me dijo que a ella le parecía una buena idea. Apoyó mi decisión. “Las mamás somos más alcahuetas”, pensé.
La cama llegaría pronto, pero yo debía viajar a Ciudad de México para una entrevista. Por la tarde, la mudanza reportó un tráiler volcado en carretera: entrega pospuesta por aproximadamente dos semanas. Volví a llorar —sí, por una cama— porque mi papá necesita alivio ahora, no cuando el destino decida despejar el camino. Pero, de pronto, los de la mudanza también decidieron ayudarnos; agradecí y entendí que, si buscamos, hay personas buenas y resolutivas en el camino.
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