Por María Alatriste
Hay quienes, ante la pérdida lloran tanto que después no pueden llorar más. Otros apenas dejan caer un par de lágrimas; lo demás se queda adentro, como en un cuarto donde se apilan cosas que “luego” ordenaremos. A veces, ese soltar trae una paz posible; la contención, no siempre.
Este año yo he llorado por circunstancias. Ha sido doloroso, pero también sanador. Llorar fue una grieta por donde salió lo que, de quedarse, se haría veneno: el miedo, la rabia, la impotencia. También he meditado, he rezado, he buscado paz en prácticas espirituales que me recuerdan que la serenidad no es anestesia, sino un lugar desde donde mirar lo que duele sin maquillar la injusticia.
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