Por María Alatriste
2025 se ha convertido en uno de los años más extraños. Sé que hay muchas personas culpando a Mercurio retrógrado, a la economía mundial, a las guerras. Aunque me encanta poner atención a lo positivo, es imposible enmudecer ante la complejidad de todo lo que acontece —y ha acontecido— a nivel mundial. Hechos inverosímiles que solo nos hacen sentir que este mundo es una locura.
No he hecho una investigación exhaustiva, pero sí he hablado con muchas personas que comparten este sentimiento. 2025 no es solo “un año difícil más”: es el punto de cruce de muchas almas cansadas, arrastrando muchísima densidad. Venimos de una pandemia que nunca tuvo un verdadero duelo, de crisis económicas encadenadas, de una violencia que dejó de ser excepción para volverse parte del paisaje y de una salud mental que paga la factura acumulada de cinco años seguidos sin poder encontrar cómo pisar fondo.
SUSCRÍBETE PARA LEER LA COLUMNA COMPLETA...
Los organismos internacionales hablan de crecimiento “moderado” y de inflación “bajo control”, pero en la vida diaria el idioma es otro: rentas que suben, deudas que ahogan, trabajos más precarios y a la vez más demandantes, y una sensación muy concreta de que trabajamos más para vivir peor. Además, una sensación de ruina: agotamiento crónico.
En paralelo, la inseguridad y el deterioro de la salud mental se mezclan con lo íntimo: criamos hijos en medio de noticias que normalizan la violencia, acompañamos enfermedades sin redes de cuidado suficientes, sostenemos familias y proyectos personales mientras el entorno parece incendiarse en cámara lenta. 2025 se siente duro porque nos obliga a hacer todo esto a la vez: sobrevivir económicamente, mantenernos a salvo físicamente y no quebrarnos por dentro emocionalmente.
Es un año en el que lo estructural se nos mete hasta la cocina de nuestras casas y de nuestros cuerpos; un año donde cada decisión cotidiana —trabajar, maternar, cuidar, estudiar, amar— ocurre sobre un suelo dudoso.
Este año, en lo personal, me he peleado varias veces con Dios y me he reconciliado. Y confieso que no sé si escribir esto a los cuatro vientos, porque mientras escribo estoy en un avión y la turbulencia es espantosa. Tal vez por eso me acuerdo tanto de él.
Porque, pese a todo, es fácil sentirse afortunada en un mundo lleno de caos. Es un privilegio pertenecer a la población mundial que puede tener una ducha caliente. Pero hay muchas cosas que no están bien a nivel mundial, y México no se queda atrás. Vivimos un año atravesado por una inseguridad que no cede, aunque el gobierno hable de mejoras. Los informes internacionales reconocen que el homicidio ha bajado algunos puntos respecto a los picos de años anteriores, pero el país sigue registrando más de 30 mil asesinatos al año y un nivel de violencia asociado al crimen organizado mucho más alto que hace una década.
A esto se suma una brecha enorme entre las cifras oficiales y lo que siente la gente: encuestas recientes muestran que alrededor de seis o siete de cada diez personas se perciben inseguras en la ciudad donde viven, especialmente las mujeres, que reportan miedo en espacios cotidianos como la calle, el transporte o los cajeros. Así, 2025 no se experimenta como un año de paz, sino como un año en el que hemos tenido que aprender a vivir con la violencia y la extorsión como parte de la rutina: organizar horarios para no salir de noche, modificar trayectos, negociar con el miedo cada vez que alguien tarda en llegar a casa.
Quiero desear un mundo y un país mejor para 2026. Deseo que colectivamente podamos aportar ese granito de arena que hace las playas. Quizá es momento de entender que todo lo que nos ha pasado no es culpa de Dios ni de Mercurio retrógrado, sino de nuestras decisiones colectivas, que tendrían que estar mucho más enfocadas en el bien común y no tanto en el bien individual, del que no nos saca nadie.
Exigir a los líderes mundiales —y a los de nuestro país— que se pongan las pilas y dejen de tratarnos como masas estúpidas (bueno, a veces medio lo somos porque nos creemos todo).
Sé, porque lo he experimentado, que dan ganas de aislarse en una colina lejos del mundo, quedarse en las redes sociales hipnotizados por el algoritmo, tener comportamientos sectarios para olvidarnos de este loquísimo melodrama. Pero entender que todos estamos conectados y que todo está conectado es un buen lugar para empezar 2026: esperar un año mejor, luchar por un mundo mejor y un país mejor.
En fin, creo que me explico, ¿no?
¿Qué te parece si lo intentamos este 2026?
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.

Comments ()