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Por María Emilia Molina*  
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Cada 12 de octubre regresamos a un punto de inflexión de la historia: el momento en que dos mundos se encontraron. Lo que para unos fue descubrimiento, para otros fue invasión. Lo que unos celebraron como conquista, otros vivieron como despojo. Sin embargo, más allá de las lecturas ideológicas o morales, lo cierto es que de ese choque surgió algo nuevo: una mezcla que, con el tiempo, se convirtió en identidad.

El mestizaje no fue un acto planificado ni armonioso; fue una respuesta humana a la violencia, una forma de sobrevivir y de reinventarse. Fue el modo en que los pueblos originarios, las lenguas, los saberes y las creencias lograron permanecer, adaptándose, resistiendo, transformándose en algo distinto, pero no vencido.

De esa tensión nació América Latina: una civilización híbrida, capaz de transformar la herida en raíz y la imposición en cultura.

No todo lo heredado fue impuesto; también hicimos nuestro al conquistador. Lo domesticamos en la lengua, en la fe, en los ritos, en la comida y en el pensamiento. En el barroco americano, la forma europea se volvió alma indígena; los templos y retablos hablaron en lengua nueva, y la luz del sol de Anáhuac doró los símbolos del viejo mundo. Tomamos la espada y la convertimos en palabra, el dogma en mezcla, la imposición en arte. Lo que vino a dominarnos acabó transformado por nosotros. Esa es la gran victoria cultural del mestizaje: haber absorbido al poder y haberlo devuelto con alma latinoamericana.

Cinco siglos después, el 12 de octubre nos recuerda que de los procesos más dolorosos pueden surgir realidades fértiles. Que la identidad no se construye desde la pureza, sino desde la mezcla. Que la fuerza de nuestra historia está en haber sabido convertir el despojo en herencia y la dominación en creación.

Por eso resulta inevitable pensar en contraste con el presente, en lo que vivimos hace un año, en este otro proceso que también pretende ser refundacional: la reforma judicial, y su tómbola que pretende “democratizar” la justicia. Un episodio que, lejos de generar encuentro o renovación, representa un acto de vaciamiento: un intento de anular lo construido, borrar la experiencia acumulada y reemplazar el mérito por el azar.

Mientras el mestizaje fue un proceso social y cultural que terminó por crear algo nuevo y más amplio, la tómbola judicial es su opuesto: destruye sin dejar espacio a la síntesis.

No hay mestizaje posible entre la preparación y la improvisación, entre la vocación y la ocurrencia, entre la independencia y la subordinación. Donde antes hubo raíces institucionales, se impone la desmemoria; donde hubo servicio y carrera, se instala la arbitrariedad. 

La historia del 12 de octubre fue, en muchos sentidos, la de un poder que llegó a imponerse con un discurso de redención: “civilizar”, “educar”, “traer la luz”.

Cinco siglos después, otro poder utiliza las mismas palabras, con nuevos disfraces: “democratizar”, “acercar la justicia al pueblo”, “acabar con los privilegios”.

Y, sin embargo, el resultado es el mismo: la negación de lo que ya existía, la supresión de la diferencia, el silenciamiento de la experiencia.

La conquista transformó culturas, pero no logró extinguirlas.

Los pueblos originarios sobrevivieron en los bordes, en las lenguas que resisten, en los oficios, en los ritos y en la memoria.

En cambio, la reforma judicial no deja espacio para esa supervivencia simbólica: no hay grietas por donde la independencia judicial pueda filtrarse, ni márgenes donde el mérito tenga refugio.

El sistema de justicia que se construyó durante décadas no está siendo transformado: está siendo anulado.

Mientras el mestizaje implicó una integración compleja —un dar y recibir cultural, lingüístico y humano—, la tómbola representa la negación del conocimiento acumulado. En el primer caso, el pueblo creó una nueva civilización; en el segundo, el poder destruye una institución.

Aquella mezcla dio origen a la literatura, al arte, al pensamiento latinoamericano; esta reforma, en cambio, amenaza con producir silencio, desconfianza y vacío jurídico. 

El mestizaje fue un acto de resistencia que terminó por redefinir lo que somos.

La reforma judicial es un acto de sometimiento que amenaza con borrar lo que hemos sido.

El primero partió del dolor, pero engendró vida; la segunda parte de la arbitrariedad y solo promete ruina.

Ambos procesos nacen de una narrativa legitimadora. En 1492 se habló de redención espiritual; en 2025, de regeneración democrática. En ambos casos, el discurso oculta lo esencial: que el poder impone, y al hacerlo, elimina la voz del otro.

Pero si en la historia de la conquista los pueblos encontraron formas de mestizar al poder —de incorporarlo, resignificarlo, domesticarlo—, en la historia reciente el poder ha aprendido a blindarse para que nadie pueda mestizarlo.

La reforma judicial no busca encontrarse con la sociedad: busca someterla.

Por eso la comparación es tan dolorosa.

No porque queramos equiparar procesos históricos incomparables, sino porque en ambos se repite la misma arrogancia del poder: esa convicción de que se puede refundar una civilización o una institución desde la negación.

El mestizaje fue el triunfo de la vida sobre la imposición; la tómbola es la victoria del vacío sobre la razón. 

Lo más paradójico es que mientras nuestra identidad mestiza nos enseñó a convivir con la pluralidad, la reforma judicial nos empuja a la homogeneidad impuesta.

El mestizaje nos hizo diversos; la tómbola nos uniforma.

El mestizaje nos dio raíces múltiples; la tómbola nos deja sin raíz.

La historia de América Latina está llena de ejemplos en los que, a pesar de la opresión, los pueblos encontraron modos de reinventarse. Las comunidades indígenas, las mujeres, los trabajadores, los jueces de carrera: todos han contribuido a que la justicia tenga rostro humano, ético, con vocación de servicio.

Pero cuando se decide que las personas juzgadoras pueden elegirse por sorteo, se niega la esencia de esa construcción colectiva.

La independencia judicial no puede surgir del azar, como la identidad no puede surgir del olvido.

El mestizaje fue —y sigue siendo— una metáfora de esperanza. Nos recuerda que el poder no logra destruir del todo, que siempre queda algo capaz de renacer.

La tómbola, en cambio, simboliza la cancelación del porvenir: una lotería sin sentido en la que se juega la justicia misma. 

En el fondo, lo que está en disputa no es solo el control del Poder Judicial, sino la posibilidad misma de construir futuro sobre bases sólidas.

En el mestizaje, la herida se convirtió en raíz. En la reforma judicial, la herida se convierte en fractura.

Y mientras el 12 de octubre se ha ido resignificando —de celebración colonial a día de memoria, reflexión y orgullo de nuestras raíces—, la reforma judicial avanza sin reconocer ni el valor de su pasado ni el costo de su ruptura.

La primera nos dejó lengua, arte, identidad; la segunda amenaza con dejarnos silencio, confusión y obediencia.

Cinco siglos después, el poder vuelve a vestir su arrogancia de redención.

Vuelve a prometer que lo viejo debe caer para que surja algo mejor, pero esta vez no habrá mezcla posible: solo despojo.

En lugar de civilización, se ofrece simulacro; en lugar de encuentro, eliminación; en lugar de justicia, tómbola.

El 12 de octubre nos recuerda que la historia no se detiene en los actos de poder. Que la gente, al final, encuentra caminos para crear incluso desde la imposición.

Ojalá el país pudiera aprender de ese legado: que solo se construye cuando se mezcla, cuando se escucha, cuando se reconoce al otro.

Porque lo que nos hizo fuertes no fue la conquista, sino lo que hicimos con ella.

Y lo que puede salvar a la justicia no será el sorteo, sino la memoria, la vocación y la raíz de quienes aún creen en ella; lo que logremos reconstruir desde las ruinas. 

El mestizaje fue el triunfo de la humanidad sobre la imposición.

La tómbola, en cambio, es el triunfo de la arbitrariedad sobre la justicia.

Y si de algo nos sirve la historia, es para recordar que ninguna civilización —ni cultural ni institucional— sobrevive cuando el poder confunde destruir con transformar.

*Magistrada de Circuito

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@EMILIAMDLAP

Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autoras y son absolutamente independientes a la postura y línea editorial de Opinión 51.


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